Primera entrevista de Celestina con Melibea (adaptación)

                                                            FERNANDO DE ROJAS

                La Celestina ACTO IV

Siglo XV

```[TEXTO ADAPTADO]


ALISA.- Pues, Melibea, dale a Celestina lo que consideres razonable por el hilado. Y tú, madre, perdóname, otro día nos veremos con más calma

CELESTINA.- Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que quedo en buena compañía. Dios la deje disfrutar su noble juventud y florida mocedad, que es el momento en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Porque la vejez no es más que mesón de enfermedades, posada de preocupaciones, amiga de rencores, congoja continua, llaga incurable, lamento de lo pasado, pena de lo presente, miedo triste del porvenir, vecina de la muerte, choza sin techo a la que le entra la lluvia por todas partes, bastón de mimbre que con poca carga se dobla.

MELIBEA.- ¿Por qué hablas, madre, tan mal de eso a lo que todo el mundo quiere llegar?

CELESTINA.- Desean mucho mal para sí mismos, desean mucho sufrimiento. Desean llegar allí porque desean vivir, y el vivir es dulce y al vivir se envejece. Así que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque sea con achaques. Todo por vivir. Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus preocupaciones, sus enfermedades, su frío, su calor, su tristeza, su rencor, su pesadumbre, el arrugarse la cara, el perder los cabellos su color originario y fresco, el poco oír, la vista debilitada, el hundimiento de boca, el caerse los dientes, el carecer de fuerzas, el andar debilitado, el lento comer …? Pues ¡ay, ay, señora!, si todo eso demás viene acompañado de pobreza y de hambre…

MELIBEA.- Espantada me tienes con lo que has contado… Creo que yo ya te había visto en otro momento…  Dime, ¿eres tú Celestina, la que solía vivir en las afueras, junto al río?

CELESTINA.- Esa soy, hasta que Dios quiera.

MELIBEA.- Pues sí que has envejecido…. Bien dicen que los días no pasan en balde. Si no es por esa marca de la cara, no te habría conocido… Me parecías hermosa…. Ahora pareces otra… Has cambiado mucho…

LUCRECIA.- (¡Ji, ji, ji! ¡Mucho ha cambiado el diablo! ¡Hermosa era con aquella cicatriz en toda la cara!)

MELIBEA.- ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes?

LUCRECIA.- De cómo no conocías a la madre.

CELESTINA.- Señora, para tú el tiempo para que no pase, y pararé yo el aspecto para que no cambie. ¿No has leído que dicen «vendrá el día que en el espejo no te conozcas»? Yo encanecí pronto y por eso parezco de más edad de la que soy.

MELIBEA.- Celestina, amiga, me ha gustado mucho verte y conocerte. Y me han entretenido tus palabras. Ahora toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes de haber comido.

CELESTINA.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me da en verte hablar. ¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel infernal tentador que no solo de pan viviremos? Pues así es, que no solo el comer mantiene, sobre todo a mí, que me suelo estar uno y dos días negociando encargos ajenos en ayunas… Yo siempre he sido así: de querer más trabajar sirviendo a otros que disfrutar complaciéndome a mí misma. Y si me das permiso, te diré la verdadera causa de mi venida, que es otra diferente a la que la que hasta ahora has oído, y es tan importante, que todos perderíamos mucho si yo me fuera sin habértela dicho.

MELIBEA.- Dime, madre, lo que necesitas, que si yo te puedo ayudar, de muy buen grado lo haré, por el pasado conocimiento y la cercanía.

CELESTINA.- ¿Lo que necesito yo? Lo que necesitan otros, como ya te dije, que lo que yo necesito me lo busco de puertas para adentro sin que nadie sepa.

MELIBEA.- Pide lo que quieras, sea para quien fuere.

CELESTINA.- Doncella graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre actitud, junto con la generosidad que muestras con esta pobre vieja, me dan valor para decírtelo…. He dejado a un enfermo a las puertas de la muerte, que con una sola palabra salida de tu noble boca que le lleve metida en mi seno, está seguro de que sanará…

MELIBEA.- Vieja honrada, no te entiendo, si no me explicas algo más. Por una parte, me irritas y me enfadas; por otra, me produces compasión. No sabría darte una respuesta conveniente, por lo poco que me has contado…. Pero sería muy dichosa si la salud de algún cristiano necesita de mi palabra, porque hacer el bien es parecerse a Dios, y más si ese bien lo recibe alguien que lo merece. Y el que puede sanar al que padece, si no lo hace, lo mata. Así que di sin temor.

CELESTINA.- He perdido el temor contemplando tu belleza, que no creo que Dios crease unos rasgos tan perfectos, tan llenos de gracia, unas facciones tan hermosas, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión… Nadie nace para sí mismo, pues si así fuese seríamos como los animales. ¿Y vamos los hombres a negar nuestra gracia y nuestra persona a los que padecen secretas enfermedades, cuya causa y medicina están en el mismo lugar?

MELIBEA.- Por Dios, sin dar más vueltas, dime ya quién es ese doliente, enfermo de un mal tan extraño que su causa y su remedio salen de la misma fuente.

CELESTINA.- Seguro, señora, que has oído hablar de un joven caballero de noble sangre, llamado Calisto…

MELIBEA.- ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no sigas. ¿Ése es el doliente por el que has dado tantos rodeos?, ¿por quién has venido a buscar la muerte para ti?, ¿por quién has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? La locura será su mal. ¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas? No en vano dicen que el órgano más peligroso del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestidad, causante de errores secretos! ¡Jesús, Jesús! ¡Quítamela de delante, Lucrecia, que no puedo soportarla! ¡Si no me importase mi honestidad y que no se sepa la osadía de ese atrevido, yo te haría, malvada, que tus palabras y tu vida acabasen al mismo tiempo ahora mismo!

CELESTINA.- (¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!).

MELIBEA.- ¿Aun te atreves a hablar entre dientes delante de mí para enfadarme más? ¿Querrías condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejarme a mí triste por contentarle a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no me he dado cuenta de lo que pretendes con tus actos y tus palabras? Pues yo te certifico que lo que te llevarás de aquí será que no ofendas más a Dios, porque acabarán tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo te has atrevido a tanto?

CELESTINA.- Tu miedo, señora, me impide explicarte. Mi inocencia me da valor, pero me incomoda verte tan enfadada. Por Dios, señora, déjame acabar lo que quería decirte, que ni él quedará culpado ni yo condenada, y verás cómo todo tiene más que ver con servir a Dios que con pasos deshonestos. Si hubiera sabido, señora, que tan rápido ibas a deducir de lo que te he dicho esas sospechas, no me habría atrevido a mencionar ni a Calisto ni a ningún otro hombre.

MELIBEA.- ¡Jesús! No quiero oír mencionar más a ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, largo como una cigüeña, figura mal pintada; o si no, aquí mismo me caeré muerta. ¡Éste es el que el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones haciéndose mucho el galán! Dile, buena vieja, que si pensó que ya había conseguido lo que quería sólo porque escuché sus necedades sin castigar su atrevimiento, fue porque le tomé por un loco.  Y avísale de que mejor le será apartarse de sus propósitos, o de lo contrario, ningunas palabras le habrán costado tan caras en su vida. Y esta es la misma respuesta que tengo para ti, que otra no tendrás ni la esperes. Y da gracias a Dios de salir así de bien de este asunto… Bien me habían dicho quién eras tú y avisado de tus ocupaciones, aunque ahora no te haya reconocido.

CELESTINA.- (¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.)

MELIBEA.- ¿Qué murmuras, enemiga? Habla alto, que te pueda oír. ¿Tienes alguna disculpa para aplacar mi enojo y excusar tu error y tu atrevimiento?

CELESTINA.-  Mientras dure tu ira, más difícil me será explicarme, que estás muy enfadada, aunque no me extraña, que la sangre joven necesita poco calor para hervir.

MELIBEA.- ¿Poco calor? Poco lo puedes considerar, ya que quedas tu viva y yo quejosa tras tu atrevimiento… ¿Qué palabra podías tú querer para ese hombre que a mí no me enfadase? Responde, ya que dices que no has terminado, y a lo mejor arreglas lo pasado.

CELESTINA.- Quería pedirte una oración, señora, que ese caballero oyó  que tú sabías una oración a Santa Polonia para el dolor de las muelas. Y también tu cordón, que se sabe que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que te mencioné pena y muere por ellas. Por eso vine. Pero ya que conseguir esto iba a provocar tu enfado, que sufra él su dolor, por haber buscado tan desdichada mensajera…  Pero ya sabes que el placer de la venganza dura un momento, y el de la misericordia, para siempre.

MELIBEA.- Si eso era lo que querías, ¿Por qué no me lo dejaste claro enseguida? ¿Por qué me lo dijiste con tantos rodeos?

CELESTINA.- Señora, porque lo que yo quería era tan limpio que creí que, aunque lo dijera como lo dijera, no habría de causas sospechas maliciosas. La pena por su dolor y la confianza en tu generosidad hicieron que no expresara al principio la causa. Y si él ha hecho algo mal, que no me perjudique a mí, que no tengo más culpa que la de ser mensajero del culpable. Que no se rompa la soga por lo más delgado. Que no paguen justos por pecadores. Yo sólo intento ayudar a los demás. De esto vivo y de esto me mantengo. Yo soy siempre la misma. En la ciudad a pocos tengo descontentos. Con todos los que me piden algo cumplo, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.

MELIBEA.-  No me extraña, que tantas cosas me han contado de tus falsas mañas, que no sé si creer que realmente me ibas a pedir una oración.

CELESTINA.- Esa es la verdad, y no confesaré otra cosa así me den mil tormentos…. Pero tú eres mi señora y tengo que soportar tus ofensas. Tú mandas, yo obedezco.

MELIBEA.-  Tanto insistes en tu inocencia que acabaré por creerte. Quiero tener en cuenta tu disculpa y no interpretar a la ligera tu petición. No te extrañes de mi enfado, porque hubo dos cosas en lo que me dijiste que bastaron para sacarme de quicio: que me nombraras a ese caballero que se había atrevido a hablar conmigo, y también pedirme una palabra sin más motivo, lo que hacía pensar en un daño para mi honra. Pero ya que todo viene por buenas intenciones, olvidemos lo que ha pasado, que mi corazón se siente aliviado al ver que se trata de un acto piadoso de sanar a un afligido enfermo

CELESTINA.- ¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si le conocieses bien, no lo juzgarías como has hecho cuando te has enfadado, porque no tiene hiel, es todo virtudes, franqueza, esfuerzo, gesto de rey, gracioso, alegre... Jamás reina en él la tristeza. De noble sangre, como ya sabes, gran luchador en los torneos, que armado, parece un San Jorge. Con más fuerza y valor que Hércules. La presencia, las facciones, la desenvoltura no se pueden expresar--- Pero ahora, señora, lo tiene vencido una sola muela y no para de quejarse.

MELIBEA.- ¿Y qué tiempo tiene?

CELESTINA.- Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer

MELIBEA.- No te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tiempo tiene ese mal.

CELESTINA.- Señora, ocho días, pero que parecen un año en su  sufrimiento. Y el único alivio que tiene es coger una vihuela, y tocar canciones lastimeras. Que aunque yo sé poco de música, parece que hace hablar a esa vihuela. Hasta las aves se paran a escucharlo. Cómo no se va a sentir dichosa una pobre vieja como yo en ayudar a alguien con tantas virtudes. Todas las mujeres que lo ven dan gracias a Dios por haberlo hecho así, y si él les habla, ya no son dueñas de sí mismas. Así que ten por bueno mi propósito, limpios y vacíos de sospecha mis actos.

MELIBEA.- ¡Oh cuánto lamento mi falta de paciencia, porque sin saber él nada y siendo tú inocente, habéis sufrido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la razón me libra de culpa, porque fue tu habla sospechosa lo que la causó. Para compensar tu sufrimiento, quiero cumplir tu petición y darte mi cordón. Y como ya no hay tiempo para escribir la oración antes de que vuelva mi madre,  ven mañana a por ella en secreto.

LUCRECIA.- (¡Ya, ya, mi ama está perdida! Quiere que Celestina venga en secreto. Aquí hay engaño… Le querrá dar más que lo dicho…)

MELIBEA.- ¿Qué dices, Lucrecia?

LUCRECIA.- Señora, que es suficiente lo dicho, que es tarde.

MELIBEA.- Pues, madre, no le cuentes a ese caballero lo que ha pasado, para que no me tenga por cruel o arrebatada o deshonesta

LUCRECIA.- (No miento yo, que todo esto va mal…)

CELESTINA.- Me sorprende mucho, señora Melibea, que dudes de mi discreción. No temas, que yo todo lo sé sufrir y encubrir, que ya sé que tus sospechas fueron el motivo de tu enfado por mis palabras. Yo me voy muy contenta con tu cordón, y estoy segura de que Calisto estará ya aliviado, pues el corazón le estará diciendo la merced que nos hiciste.

MELIBEA.- Aún haré más por tu doliente, si hiciera falta, en compensación por lo que has sufrido.

CELESTINA.- (Más hará falta y más harás, aunque no se te agradezca.)

MELIBEA.- ¿Qué dices, madre, de agradecer?

CELESTINA.- Digo, señora, que todos agradecemos tus generosas palabras, y esperamos que cumplas con ellas.

LUCRECIA.- (¡Qué mal me suena eso…!)

CELESTINA.- ¡Hija Lucrecia! ¡Ce! Ven a mi casa, que te daré una lejía para que te arregles esos cabellos y brillen más que el oro. No se lo digas a tu señora, y te daré también unos polvos para quitarte ese mal olor de la boca, que te huele un poco, y no hay peor cosa en una mujer.

LUCRECIA.- Oh, Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso que de comer.

CELESTINA.- Pues, ¿por qué murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si alguna vez me necesitarás para algo más importante. No enfades a tu señora más de lo que ya se ha enfadado, y déjame ir en paz.

 

Entradas populares de este blog

"El dueño de la luna"

Soneto V: "Escrito está en mi alma vuestro gesto..."

Soneto XI: "Hermosas ninfas, que, en el río metidas..."

Madrid revisa el suicidio de un menor por un posible acoso escolar

"Mar"

La Celestina: acto XII: Muerte de Celestina

Soneto XIII: "A Dafne ya los brazos le crecían..."

La Celestina. Auto I. Retrato de Melibea y Celestina como soluciòn

II: "Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo"