Tratado II: El clérigo de Maqueda
Anónimo
Lazarillo de Tormes (1554)
Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman
Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo que, llegando a pedir
limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era
verdad; que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del
ciego, y una dellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me recibió por suyo.
Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un
Alejandro Magno, con ser la mesma avaricia, como he contado. No digo más
sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste. No sé si de su
cosecha era, o lo había anexado con el hábito de clerecía.
Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un
agujeta del paletoque, y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano
era luego allí lanzado, y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no
había ninguna cosa de comer, como suele estar en otras: algún tocino colgado
al humero, algún queso puesto en alguna tabla o en el armario, algún
canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran; que me parece a
mí que aunque dello no me aprovechara, con la vista dello me consolara.
Solamente había una horca de cebollas, y tras la llave en una cámara en lo
alto de la casa. Destas tenía yo de ración una para cada cuatro días; y
cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguno estaba presente, echaba
mano al falsopecto y con gran continencia la desataba y me la daba diciendo:
"Toma, y vuélvela luego, y no hagáis sino golosinar", como si debajo della
estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha cámara,
como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo, las
cuales él tenía tan bien por cuenta, que si por malos de mis pecados me
desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo me finaba de
hambre. Pues, ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba más. Cinco
blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que partía
comigo del caldo, que de la carne, ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan,
y ¡pluguiera a Dios que me demediara! Los sábados cómense en esta tierra
cabezas de carnero, y enviábame por una que costaba tres maravedís. Aquélla
le cocía y comía los ojos y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en
las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el
plato, diciendo:
"Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el Papa."
"¡Tal te la dé Dios!", decía yo paso entre mí.
A cabo de tres semanas que estuve con él, vine a tanta flaqueza que no me podía
tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no tener en qué dalle salto; y aunque algo hubiera, no podia cegalle, como hacía al que Dios perdone, si de aquella calabazada feneció, que todavía, aunque astuto, con faltalle aquel preciado sentido no me sentía; más estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese como él tenía. Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía que no era dél registrada: el un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el caxco como si fueran de azogue. Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta; y acabado el ofrecer, luego me quitaba la concheta y la ponía sobre el altar. No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él veví o, por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino, mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz compasaba de tal forma que le turaba toda la semana, y por ocultar su gran mezquindad decíame:
"Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por esto yo no me desmando como otros."
Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador. Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino entonces, y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento a los enfermos, especialmente la extrema unción, como manda el clérigo rezar a los que están allí, yo cierto no era el postrero de la oracion, y con todo mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que la echase a la parte que más servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo. Y cuando alguno de éstos escapaba, ¡Dios me lo perdone!, que mil veces le daba al diablo, y el que se moría otras tantas bendiciones llevaba de mí dichas. Porque en todo el tiempo que allí estuve, que sería cuasi seis meses, solas veinte personas fallecieron, y éstas bien creo que las maté yo o, por mejor decir, murieron a mi recuesta; porque viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que holgaba de matarlos por darme a mí vida. Mas de lo que al presente padecía, remedio no hallaba, que si el día que enterrábamos yo vivía, los días que no había muerto, por quedar bien vezado de la hartura, tornando a mi cuotidiana hambre, más lo sentía. De manera que en nada hallaba descanso, salvo en la muerte, que yo también para mí como para los otros deseaba algunas veces; mas no la vía, aunque estaba siempre en mí.