Pablo y Nela
Marianela (1879)
La Nela (…) había cogido de las manos
de su amigo las flores, y combinaba sus risueños colores.
- Yo tenía una idea sobre esto -añadió
el ciego con mucha energía-, una idea con la cual estoy encariñado desde hace
algunos meses. Sí, lo sostengo, lo sostengo... No, no me hacen falta los ojos
para esto. Yo le dije a mi padre: Concibo un tipo de belleza encantadora, un
tipo que contiene todas las bellezas posibles; ese tipo es la Nela. Mi padre se
echó a reír y me dijo que sí.
La Nela se puso como amapola y no supo
responder nada.
Durante un breve instante de terror y
ansiedad, creyó que el ciego la estaba mirando.
- Sí, tú eres la belleza más acabada
que puede imaginarse -añadió Pablo con calor-. ¿Cómo podría suceder que tu
bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginación, tu alma celestial y
cariñosa que ha sido capaz de alegrar mis tristes días; cómo podría suceder,
cómo, que no estuviese representada en la misma hermosura ... Nela, Nela
-añadió balbuciente y con afán-. ¿No es verdad que eres muy bonita?
La Nela calló. Instintivamente se
había llevado las manos a la cabeza, enredando entre sus cabellos las
florecitas medio ajadas que había cogido antes en la pradera.
- ¿No respondes? ... Es verdad que
eres modesta. Si no lo fueras, no serías tan repreciosa como eres. Faltaría la
lógica de las bellezas, y eso no puede ser. ¿No respondes?...
- Yo... -murmuró la Nela con timidez,
sin dejar de la mano su tocado-, no sé ... dicen que cuando niña era muy bonita
... Ahora ... - Y ahora también.
María, en su extraordinaria confusión
pudo hablar así:
- Ahora ... ya sabes tú que las
personas dicen muchas tonterías ... se equivocan también ... a veces el que
tiene más ojos ve menos.
- ¡Oh! ¡Qué bien dicho! Ven acá: dame
un abrazo.
La Nela no pudo acudir pronto, porque
habiendo conseguido sostener entre sus cabellos una como guirnalda de
florecillas, sintió vivos deseos de observar el efecto de aquel atavío en el
claro cristal del agua. Por primera vez desde que vivía se sintió presumida.
Apoyándose en sus manos, asomóse al estanque.
- ¿Qué haces, Mariquilla?
- Me estoy mirando en el agua, que es
como un espejo -replicó con la mayor inocencia, delatando su presunción.
- Tú no necesitas mirarte. Eres
hermosa como los ángeles que rodean el trono de Dios.
El alma del ciego llenábase de
entusiasmo y fervor.
- El agua se ha puesto a temblar -dijo
la Nela-, y yo no me veo bien, señorito. Ella tiembla como yo. Ya está más
tranquila, ya no se mueve ... Me estoy mirando ... ahora.
- ¡Qué linda eres! Ven acá, niña mía
-añadió el ciego, extendiendo sus brazos.
- ¡Linda yo! -dijo ella llena de
confusión y ansiedad-. Pues esa que veo en el estanque no es tan fea como
dicen. Es que hay también muchos que no saben ver.
- Sí, muchos.
- ¡Si yo me vistiese como se visten
otras! ... -exclamó la Nela con orgullo.
- Te vestirás.
- ¿Y ese libro dice que yo soy bonita?
-preguntó la Nela apelando a todos los recursos de convicción.
- Lo digo yo, que poseo una verdad
inmutable -exclamó el ciego, llevado de su ardiente fantasía.
- Puede ser -observó la Nela,
apartándose de su espejo pensativa y no muy satisfecha-, que los hombres sean
muy brutos y no comprendan las cosas como son.
- La humanidad está sujeta a mil
errores.
- Así lo creo -dijo Mariquilla,
recibiendo gran consuelo con las palabras de su amigo.
- ¿Por qué han de reírse de mí?
- ¡Oh!, miserable condición de los
hombres -exclamó el ciego, arrastrado al absurdo por su delirante
entendimiento-. El don de la vista puede causar grandes extravíos ... aparta a
los hombres de la posesión de la verdad absoluta ... y la verdad absoluta dice
que tú eres hermosa, hermosa sin tacha ni sombra alguna de fealdad. Que me
digan lo contrario, y les desmentiré ... Váyanse ellos a paseo con sus formas.
No ... la forma no puede ser la máscara de Satanás puesta ante la faz de Dios.
¡Ah, menguados! ¡A cuántos desvaríos os conducen vuestros ojos! Nela, Nela, ven
acá quiero tenerte junto a mí y abrazar tu preciosa cabeza.
María corrió a arrojarse en los brazos
de su amigo.
- Chiquilla bonita -exclamó éste,
estrechándola de un modo delirante contra su pecho-, ¡te quiero con toda mi
alma!
La Nela no dijo nada. En su corazón,
lleno de casta ternura, se desbordaban los sentimientos más hermosos. El joven,
palpitante y conturbado, la abrazó más fuerte, diciéndole al oído:
- Te quiero más que a mi vida. Ángel
de Dios, quiéreme o me muero.
María se soltó de los brazos de Pablo,
y éste cayó en profunda meditación. A la fenomenal mujer una fuerza poderosa
irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua. Deslizándose
suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen
mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no
sin gracia, el cabello escaso y la movible fisonomía de pájaro.
Alargó su cuerpo sobre el agua para
verse el busto, y lo halló deplorablemente desairado. Las flores que tenía en
la cabeza se cayeron al agua, haciendo temblar la superficie, y con la
superficie, la imagen. La hija de la Canela sintió como si arrancaran su
corazón de raíz y cayó hacia atrás murmurando:
- ¡Madre de Dios, que feísima soy!
- ¿Qué dices, Nela? Me parece que he
oído tu voz.
- No decía nada, niño mío ... Estaba
pensando ... sí, pensaba que ya es hora de volver a tu casa. Pronto será hora
de comer.
-
Sí, vamos, comerás conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. Dame la mano, no
quiero que te separes de mí.