El cuento de la lechera

 Víctor González

"El río que se secaba los jueves y otros cuentos imposibles"



El cuento de la lechera es un magnífico ejemplo de tesón, superación personal y autoconfianza. Todos los niños mayores de seis años deberían leerlo al menos una vez. Dice así.

La lechera iba camino del mercado, con el consabido cántaro de leche en precario equilibrio sobre su cabeza. Este principio es bien conocido.

Mientras caminaba iba soñando y hablando en voz alta, haciendo planes para el futuro:

-Con el dinero de la venta de la leche compraré una segunda vaca, así tendré más leche para vender y ganaré más dinero. De ese modo podré comprar una tercera vaca, y después una cuarta y una quinta... y así sucesivamente hasta hacerme rica. Un día, en lugar de una vaca, me compraré una villa en Niza y me retiraré a descansar y disfrutar de mi dinero.

En principio, nada que objetar. Visto así no parecía un mal plan. Sin embargo, la lechera, abstraída en sus pensamientos, tropezó con un tejón que cruzaba por allí y casi se le cae el cántaro al suelo. Por suerte eso no ocurrió, pero a partir de ese momento dejó de darle a la cabeza y fue mucho más atenta al camino.

Llegados a este punto del cuento conviene señalar que la lechera era una mujer muy fuerte, su vaca era buenísima y el cántaro contenía cien mil litros de leche. Una lechera normal no podría con tanto peso.

En cuanto estuvo instalada en el mercado empezó a vender leche. Aunque no tenía conocimientos de marketing ni sabía nada de fluctuaciones del mercado, oferta, demanda y todo eso, tuvo la rara ocurrencia de ponerle a la leche un precio exageradamente alto: cien euros por litro.

Sus colegas lecheras comentaban:

-Esmeralda está loca. ¿Quién va a pagar esa barbaridad por un litro de leche? Nadie.

Pero ella no hizo caso y se limitó a esperar confiadamente. Cuando la gente llegaba a su puesto y veía el precio de la leche se decía:

-Esta leche tiene que ser extraordinaria. De otro modo no podría valer tanto.

Y todos compraban al menos un cuartillo, aunque solo fuera para probarla.

Se corrió la voz. Algunos millonarios caprichosos le compraron varios cientos de litros y, a media mañana, un afamado fabricante de quesos se llevó toda la que le quedaba.

Esmeralda se puso a hacer cuentas. Había vendido los cien mil litros, a cien euros por litro, total diez millones de euros. No estaba nada mal para una sola mañana.

Con aquel dinero montó una gigantesca instalación agropecuaria de última generación, con ordeñadoras automáticas y todo. Incluso tenía su propio lacteoducto con el que enviaba la leche directamente a los supermercados de todo el mundo.

Al final no se compró la villa de Niza, sino en Saint Tropez que le pareció más chic. Y allí vivió feliz hasta el final de sus días.

Este es el cuento de la lechera.

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