La Celestina. Auto I: El sufrimiento del amante cortés

(1470-1541)


ARGUMENTO DEL PRIMER ACTO DE ESTA COMEDIA

Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia, la cual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía a otro consigo, llamado Crito, al cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno, el cual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina, la cual mucho le dice de los hechos y conocimiento de su madre, induciéndole a amor y concordia de Sempronio.


CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?

CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?

CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.

MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras.

CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!


MELIBEA.- Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.

CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
***

CALISTO.- ¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?

SEMPRONIO.- Aquí soy, señor, curando de estos caballos.

CALISTO.- Pues, ¿cómo sales de la sala?

SEMPRONIO.- Abatiose el gerifalte y vínele a enderezar en el alcándara.

CALISTO.- ¡Así los diablos te ganen! ¡Así por infortunio arrebatado perezcas o perpetuo intolerable tormento consigas, el cual en grado incomparablemente a la penosa y desastrada muerte que espero traspasa! ¡Anda, anda, malvado!, abre la cámara y endereza la cama.

SEMPRONIO.- Señor, luego hecho es.

CALISTO.- Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡Oh bienaventurada muerte aquella que, deseada a los afligidos, viene! ¡Oh, si vinieseis ahora, Crato y Galieno médicos, sentiríais mi mal! ¡Oh, piedad de Seleuco, inspira en el plebérico corazón, por que, sin esperanza de salud, no envíe el espíritu perdido con el del desastrado Píramo y de la desdichada Tisbe!

SEMPRONIO.- ¿Qué cosa es?

CALISTO.- ¡Vete de ahí! No me hables, si no, quizá, antes del tiempo de rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin.

SEMPRONIO.- Iré, pues solo quieres padecer tu mal.

CALISTO.- ¡Ve con el diablo!

SEMPRONIO.- No creo, según pienso, ir conmigo el que contigo queda. ¡Oh desventura! ¡Oh súpito mal! ¿Cuál fue tan contrario acontecimiento que así tan presto robó el alegría de este hombre y, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿Dejarle he solo o entraré allá? Si le dejo, matarse ha, si entro allá, matarme ha. Quédese, no me curo, más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida que no yo, que huelgo con ella. Aunque por ál no desease vivir sino por ver mi Elicia, me debería guardar de peligros. Pero, si se mata sin otro testigo, yo quedo obligado a dar cuenta de su vida. Quiero entrar. Mas, puesto que entre, no quiere consolación ni consejo. Asaz es señal mortal no querer sanar. Con todo, quiérole dejar un poco desbrave, madure, que oído he decir que es peligro abrir o apremiar las postemas duras, porque más se enconan. Esté un poco, dejemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y suspiros mucho desenconan el corazón dolorido. Y aun, si delante me tiene, más conmigo se encenderá, que el sol más arde donde puede reverberar. La vista, a quien objeto no se antepone, cansa, y, cuando aquél es cerca, agúzase. Por eso quiérome sufrir un poco. Si entretanto se matare, muera; quizá con algo me quedaré que otro no sabe, con que mude el pelo malo. Aunque malo es esperar salud en muerte ajena, y quizá me engaña el diablo y, si muere, matarme han e irán allá la soga y el calderón. Por otra parte, dicen los sabios que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus cuitas llorar y que la llaga interior más empece. Pues, en estos extremos en que estoy perplejo, lo más sano es entrar y sufrirle y consolarle, porque, si posible es sanar sin arte ni aparejo, más ligero es guarecer por arte y por cura.

CALISTO.- Sempronio.

SEMPRONIO.- Señor.

CALISTO.- Dame acá el laúd.

SEMPRONIO.- Señor, vesle aquí.

CALISTO

¿Cuál dolor puede ser tal
que se iguale con mi mal?

SEMPRONIO.- Destemplado está ese laúd.

CALISTO.- ¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá el armonía aquel que consigo está tan discorde, aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción que sepas.

SEMPRONIO

Mira Nero de Tarpeya
a Roma cómo se ardía;
gritos dan niños y viejos
y él de nada se dolía.

CALISTO.- Mayor es mi fuego y menor la piedad de quien yo ahora digo.

SEMPRONIO.- No me engaño yo, que loco está este mi amo.

CALISTO.- ¿Qué estás murmurando, Sempronio?

SEMPRONIO.- No digo nada.

CALISTO.- Di lo que dices, no temas.

SEMPRONIO.- Digo que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de gente?

CALISTO.- ¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que mata un ánima que la que quemó cien mil cuerpos. Como de la aparencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el de purgatorio es tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos.

SEMPRONIO.- ¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.

CALISTO.- ¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?

SEMPRONIO.- Digo que nunca Dios quiera tal, que es especie de herejía lo que ahora dijiste.

CALISTO.- ¿Por qué?

SEMPRONIO.- Porque lo que dices contradice la cristiana religión.

CALISTO.- ¿Qué a mí?

SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?

CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.

SEMPRONIO.- Tú te lo dirás. Como Melibea es grande, no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a borbollones. No es más menester. Bien sé de qué pie coxqueas. Yo te sanaré.

CALISTO.- Increíble cosa prometes.

SEMPRONIO.- Antes fácil, que el comienzo de la salud es conocer hombre la dolencia del enfermo.

CALISTO.- ¿Cuál consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo?

SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas son sus congojas? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánta premia pusiste en el amor, que es necesaria turbación en el amante! Su límite pusiste por maravilla. Parece al amante que atrás queda. Todos pasan, todos rompen, pungidos y esgarrochados como ligeros toros, sin freno saltan por las barreras. Mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre. Ahora no sólo aquello, mas a Ti y a tu ley desamparan, como ahora Calisto, del cual no me maravillo, pues los sabios, los santos, los profetas, por él te olvidaron.

CALISTO.- Sempronio.

SEMPRONIO.- Señor.

CALISTO.- No me dejes.

SEMPRONIO.- De otro temple está esta gaita.

CALISTO.- ¿Qué te parece de mi mal?

SEMPRONIO.- Que amas a Melibea.

CALISTO.- ¿Y no otra cosa?

SEMPRONIO.- Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva.

CALISTO.- Poco sabes de firmeza.

SEMPRONIO.- La perseverancia en el mal no es constancia, mas dureza, o pertinacia la llaman en mi tierra. Vosotros los filósofos de Cupido llamadla como queráis.

CALISTO.- Torpe cosa es mentir el que enseña a otro, pues que tú precias de loar a tu amiga Elicia.

SEMPRONIO.- Haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago.

CALISTO.- ¿Qué me repruebas?

SEMPRONIO.- Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.

CALISTO.- ¿Mujer? ¡Oh grosero! ¡Dios, Dios!

SEMPRONIO.- ¿Y así lo crees, o burlas?

CALISTO.- ¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora.

SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Oíste qué blasfemia? ¿Viste qué ceguedad?

CALISTO.- ¿De qué te ríes?

SEMPRONIO.- Ríome, que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma.

CALISTO.- ¿Cómo?

SEMPRONIO.- Porque aquellos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos y tú con el que confiesas ser Dios.

CALISTO.- ¡Maldito seas!, que hecho me has reír, lo que no pensé hogaño.

SEMPRONIO.- ¿Pues qué?, ¿toda tu vida habías de llorar?

CALISTO.- Sí.

SEMPRONIO.- ¿Por qué?

CALISTO.- Porque amo a aquella ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar.

SEMPRONIO.- ¡Oh pusilánime! ¡Oh hideputa! ¡Qué Nembrot, qué Magno Alejandro, los cuales no sólo del señorío del mundo, mas del cielo se juzgaron ser dignos!

CALISTO.- No te oí bien eso que dijiste. Torna, dilo, no procedas.

SEMPRONIO.- Dije que tú, que tienes más corazón que Nembrot ni Alejandro, desesperas de alcanzar una mujer, muchas de las cuales en grandes estados constituidas se sometieron a los pechos y resuellos de viles acemileros y otras a brutos animales. ¿No has leído de Pasífae con el toro, de Minerva con el can?

CALISTO.- No lo creo; hablillas son.

SEMPRONIO.- Lo de tu abuela con el jimio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo.

CALISTO.- ¡Maldito sea este necio! ¡Y qué porradas dice!

SEMPRONIO.- ¿Escociote? Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos, y de las caídas que llevaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomón do dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres renegar. Conséjate con Séneca y verás en qué las tiene. Escucha al Aristóteles, mira a Bernardo. Gentiles, judíos, cristianos y moros, todos en esta concordia están. Pero lo dicho y lo que de ellas dijere no te contezca error de tomarlo en común, que muchas hubo y hay santas y virtuosas y notables, cuya resplandeciente corona quita el general vituperio. Pero de estas otras, ¿quién te contaría sus mentiras, sus tráfagos, sus cambios, su liviandad, sus lagrimillas, sus alteraciones, sus osadías? Que todo lo que piensan, osan sin deliberar: sus disimulaciones, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su inconstancia, su testimoniar, su negar, su revolver, su presunción, su vanagloria, su abatimiento, su locura, su desdén, su soberbia, su sujeción, su parlería, su golosina, su lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerías, sus embaimientos, sus escarnios, su deslenguamiento, su desvergüenza, su alcahuetería. Considera qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas tocas, qué pensamientos so aquellas gorgueras, so aquel fausto, so aquellas largas y autorizantes ropas. ¡Qué imperfección, qué albañales debajo de templos pintados! Por ellas es dicho «arma del diablo, cabeza de pecado, destrucción de paraíso». ¿No has rezado en la festividad de San Juan, do dice: «Ésta es la mujer, antigua malicia que a Adán echó de los deleites de paraíso; ésta el linaje humano metió en el infierno; a ésta menospreció Elías profeta, etc.»?

CALISTO.- Di, pues ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, ese Virgilio, esos que dices, como se sometieron a ellas, ¿soy más que ellos?

SEMPRONIO.- A los que las vencieron querría que remedases, que no a los que de ellas fueron vencidos. Huye de sus engaños. ¿Sabes qué hacen? Cosas que es difícil entenderlas. No tienen modo, no razón, no intención; por rigor encomienzan el ofrecimiento que de sí quieren hacer. A los que meten por los agujeros denuestan en la calle, convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacíguanse luego. Quieren que adivinen lo que quieren. ¡Oh, qué plaga! ¡Oh, qué enojo! ¡Oh, qué hastío es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que aparejadas son a deleite!

CALISTO.- ¿Ves? Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es.

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