Tratado III: El escudero
Anónimo
Lazarillo de Tormes (1554)
Andando así discurriendo de puerta en
puerta, con harto poco remedio, porque ya la caridad se subió al
cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la calle, con
razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme,
y yo a él, y díjome:
-Muchacho, ¿buscas amo?
Yo le dije:
-Sí, señor.
-Pues vente tras mí -me respondió-, que
Dios te ha hecho merced en topar conmigo; alguna buena oración
rezaste hoy.
Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que
le oí, y también que me parecía, según su hábito y continente, ser
el que yo había menester.
Era de mañana cuando éste mi tercero amo
topé, y llevóme tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos por las
plazas do se vendía pan y otras provisiones. Yo pensaba, y aun
deseaba, que allí me quería cargar de lo que se vendía, porque ésta
era propia hora cuando se suele proveer de lo necesario, mas muy a
tendido paso pasaba por estas cosas.
«Por ventura no lo ve aquí a su contento
-decía yo-, y querrá que lo compremos en otro cabo».
De esta manera anduvimos hasta que dio las
once. Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él, y muy
devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos, hasta que
todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia. A
buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más
alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de
comer. Bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se
proveía en junto, y que ya la comida estaría a punto y tal como yo
la deseaba y aun la había menester.
En este tiempo dio el reloj la una después
de mediodía, y llegamos a una casa, ante la cual mi amo se paró, y
yo con él, y, derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo,
sacó una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa, la
cual tenía la entrada oscura y lóbrega, de tal manera que parece que
ponía temor a los que en ella entraban, aunque dentro de ella estaba
un patio pequeño y razonables cámaras.
Desque fuimos entrados, quita de sobre sí
su capa y, preguntando si tenía las manos limpias, la sacudimos y
doblamos y, muy limpiamente soplando un poyo que allí estaba, la
puso en él. Y hecho esto, sentóse cabo de ella, preguntándome muy
por extenso de dónde era y cómo había venido a aquella ciudad. Y yo
le di más larga cuenta que quisiera, porque me parecía más
conveniente hora de mandar poner la mesa y escudillar la olla que de
lo que me pedía. Con todo eso, yo le satisfice de mi persona lo
mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás,
porque me parecía no ser para en cámara. Esto hecho, estuvo así un
poco, y yo luego vi mala señal por ser ya casi las dos y no verle
más aliento de comer que a un muerto. Después de esto, consideraba
aquel tener cerrada la puerta con llave ni sentir arriba ni abajo
pasos de viva persona por la casa. Todo lo que yo había visto eran
paredes, sin ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun
tal arcaz como el de marras. Finalmente, ella parecía casa
encantada. Estando así, díjome:
-Tú, mozo, ¿has comido?
-No, señor -dije yo-, que aún no eran dadas
las ocho cuando con vuestra merced encontré.
-Pues, aunque de mañana, yo había
almorzado, y, cuando así como algo, hágote saber que hasta la noche
me estoy así. Por eso, pásate como pudieres, que después cenaremos.
Vuestra merced crea, cuando esto le oí, que
estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre como por
conocer de todo en todo la fortuna serme adversa. Allí se me
representaron de nuevo mis fatigas y torné a llorar mis trabajos;
allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me
pensaba ir del clérigo, diciendo que, aunque aquel era desventurado
y mísero, por ventura toparía con otro peor. Finalmente, allí lloré
mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera. Y con todo
disimulando lo mejor que pude, le dije:
-Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por
comer, bendito Dios. De eso me podré yo alabar entre todos mis
iguales por de mejor garganta, y así fui yo loado de ella hasta hoy
día de los amos que yo he tenido.
-Virtud es ésa -dijo él-, y por eso te
querré yo más, porque el hartar es de los puercos y el comer
regladamente es de los hombres de bien.
«¡Bien te he entendido! -dije yo entre mí-.
¡Maldita tanta medicina y bondad como aquestos mis amos que yo hallo
hallan en la hambre!»
Púseme a un cabo del portal y saqué unos
pedazos de pan del seno, que me habían quedado de los de por Dios.
Él, que vio esto, díjome:
-Ven acá, mozo. ¿Qué comes?
Yo lleguéme a él y mostréle el pan. Tomóme
él un pedazo, de tres que eran, el mejor y más grande, y díjome:
-Por mi vida, que parece éste buen pan.
-¡Y cómo agora -dije yo-, señor, es bueno!
-Sí, a fe -dijo él-. ¿Adónde lo hubiste?
¿Si es amasado de manos limpias?
-No sé yo eso -le dije-; mas a mí no me
pone asco el sabor de ello.
-Así plega a Dios -dijo el pobre de mi amo.
Y, llevándolo a la boca, comenzó a dar en
él tan fieros bocados como yo en lo otro.
-¡Sabrosísimo pan está -dijo-, por Dios!
Y como le sentí de qué pie cojeaba, dime
prisa, porque le vi en disposición, si acababa antes que yo, se
comediría a ayudarme a lo que me quedase. Y con esto acabamos casi a
una. Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas,
y bien menudas, que en los pechos se le habían quedado.