Los frutos de la educación
(1760-1828)
El sí de las niñas
Acto III, Escena VIII
DON
DIEGO.- No tengo empeño de saber más...
Pero de todo lo que acabo de oír resulta una gravísima contradicción. Usted no
se halla inclinada al estado religioso, según parece. Usted me asegura que no
tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que
no piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie dispute su mano... Pues
¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace esa tristeza profunda, que en tan poco
tiempo ha alterado su semblante de usted, en términos que apenas le reconozco?
¿Son éstas las señales de quererme exclusivamente a mí, de casarse gustosa
conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la alegría y el amor?
(Vase iluminando lentamente la escena, suponiendo que viene la luz del
día.)
DOÑA
FRANCISCA.- Y ¿qué motivos le he dado a
usted para tales desconfianzas?
DON
DIEGO.- ¿Pues qué? Si yo prescindo de
estas consideraciones, si apresuro las diligencias de nuestra unión, si su
madre de usted sigue aprobándola y llega el caso de...
DOÑA
FRANCISCA.- Haré lo que mi madre me
manda, y me casaré con usted.
DON
DIEGO.- ¿Y después, Paquita?
DOÑA
FRANCISCA.- Después... y mientras me
dure la vida, seré mujer de bien.
DON
DIEGO.- Eso no lo puedo yo dudar...
Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y
su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para merecer de
usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su dolor?
Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en
su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis
diligencias pudiesen tanto.
DOÑA
FRANCISCA.- ¡Dichas para mí!... Ya se
acabaron.
DON
DIEGO.- ¿Por qué?
DOÑA
FRANCISCA.- Nunca diré por qué.
DON
DIEGO.- Pero ¡qué obstinado, qué
imprudente silencio!... Cuando usted misma debe presumir que no estoy ignorante
de lo que hay.
DOÑA
FRANCISCA.- Si usted lo ignora, señor
Don Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me
lo pregunte.
DON
DIEGO.- Bien está. Una vez que no hay
nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son voluntarias, hoy
llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será usted mi mujer.
DOÑA
FRANCISCA.- Y daré gusto a mi
madre.
DON
DIEGO.- Y vivirá usted infeliz.
DOÑA
FRANCISCA.- Ya lo sé.
DON
DIEGO.- Ve aquí los frutos de la
educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que
desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las
juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se
obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia
alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de
quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no
digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal
que se presten a pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego,
origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente
educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un
esclavo.