"Milagros de Nuestra Señora: Introducción alegórica"
(1197-1264?)
Milagros de Nuestra Señora
Amigos y vasallos de Dios omnipotente,
si escucharme quisierais de grado atentamente
yo os querría contar un suceso excelente:
al cabo lo veréis tal, verdaderamente.
yo, el maestro Gonzalo de Berceo hoy llamado,
yendo en romería acaecí en un prado
verde, y bien sencillo, de flores bien poblado,
lugar apetecible para el hombre cansado.
Daban color soberbio las flores bien olientes,
refrescaban al par las caras y las mentes;
manaban cada canto fuentes claras, corrientes,
en verano bien frías, en invierno calientes.
Gran abundancia había de buenas arboledas,
higueras y granados, perales, manzanedas,
y muchas otras frutas de diversas monedas,
pero no las había ni podridas ni acedas.
La verdura del prado, el olor de las flores,
las sombras de los árboles de templados sabores
refrescáronme todo, y perdí los sudores:
podría vivir el hombre con aquellos olores.
Nunca encontré en el siglo lugar tan deleitoso,
ni sombra tan templada, ni un olor tan sabroso.
Me quite mi ropilla para estar más vicioso
y me tendí a la sombra de un árbol hermoso.
A la sombra yaciendo perdí todos cuidados,
y oí sones de aves dulces y modulados:
nunca oyó ningún hombre órganos más templados
ni que formar pudiesen sones más acordados.
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El prado que yo os digo tenía otra bondad:
por calor ni por frío perdía su beldad,
estaba siempre verde toda su integridad,
no ajaba su verdura ninguna tempestad.
En seguida que me hube en la tierra acostado
de todo mi lacerío me quedé liberado,
olvidé toda cuita y lacerío pasado:
¡el que allí demorase sería bien venturado!
Los hombres y las aves cuantas allí acaecían
llevaban de las flores cuantas llevar querían,
mas de ellas en el prado ninguna mengua hacían:
por una que llevaban, tres o cuatro nacían.
Igual al paraíso me parece que este prado,
por Dios con tanta gracia y bendición sembrado:
el que creó tal cosa fue maestro avisado;
no perderá su vida quien haya allí morado.
El fruto de los árboles era dulce y sabrido,
si Don Adán hubiese de tal fruto comido
de tan mala manera no fuera decebido
ni tomaran tal daño Eva ni su marido.
Amigos y señores: lo que dicho tenemos
es oscura palabra: exponerla queremos.
Quitemos la corteza, en el meollo entramos,
tomemos lo de dentro, los de fuera dejemos.
Todos cuantos vivimos y sobre pies andamos
-aunque acaso en prisión o en un lecho yazgamos-
todos somos romeros que en un camino andamos:
esto dice San Pedro, por él os lo probamos.
Mientras aquí vivimos, en ajeno moramos;
la morada durable arriba la esperamos,
y nuestra romería solamente acabamos
cuando hacia el paraíso nuestras almas enviamos.
En esta romería tenemos un buen prado
en que encuentra refugio el romero cansado:
es la Virgen Gloriosa, madre del buen criado
del cual otro ninguno igual no fue encontrado.
Este prado fue siempre verde en honestidad,
porque nunca hubo mácula en su virginidad;
post partum et in partu fue Virgen de verdad,
ilesa e incorrupta toda su integridad.
Las cuatro fuentes claras que del prado manaban
nuestros cuatro evangelios eso significaban:
que los evangelistas, los que los redactaban,
cuando los escribían con la Virgen hablaban.
Cuando escribían ellos, ella se lo enmendaba;
sólo era bien firme lo que ella alababa:
parece que este riego todo de ella manaba,
cuando sin ella nada a cabo se llevaba.
La sombra de los árboles, buena, dulce y sanía,
donde encuentra refugio toda la romería,
muestra las oraciones que hace Santa María,
que por los pecadores ruega noche y día.
Cuántos son en el mundo, justos y pecadores,
coronados y legos, reyes y emperadores,
allí corremos todos, vasallos y señores,
y todos a su sombra vamos a coger flores.
Los árboles que hacen sombra dulce y donosa
son los santos milagros que hace la Gloriosa,
que son mucho más dulce que la azúcar sabrosa,
la que dan al enfermo en la cuita rabiosa.
Y las aves que organan entre esos frutales,
que tienen dulces voces, dicen cantos leales,
esos son Agustín, Gregorio y otros tales,
todos los que escribieron de sus hechos reales.
Todos tenían con ella gran amistad y amor,
en alabar sus hechos ponían todo su ardor;
todos hablaban de ella, cada uno a su tenor,
pero en todo tenían todos igual fervor.
El ruiseñor que canta por fina maestría,
también la calandria, hacen gran melodía;
pero cantó mejor el barón Isaías
y los otros profetas, honrada compañía.
Cantaron los apóstoles por modo natural,
confesores y mártires hacían bien otro tal;
las vírgenes siguieron a la madre caudal;
todos ante ella cantan canto bien festival.
Por todas las iglesias -y esto es cada día-
cantan laudes ante ella toda la clerecía;
todos festejan y honran a la Virgo María:
estos son ruiseñores de gran placentería.
Volvamos a las flores que componen el prado,
que lo hacen hermoso, apuesto y tan templado:
las flores son los hombres que dan en el dictado
a la Virgo María, madre del buen criado.
Esta bendita Virgen es estrella llamada,
estrella de los mares y guía muy deseada;
es de los marineros en la cuita implorada,
porque cuando la ven la nave va guiada.
La llaman -y lo es- de los Cielos Reina,
templo de Jesucristo, estrella matutina,
señora natural y piadosa vecina,
de cuerpos y almas salud y medicina.
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No existe hombre alguno que del bien no provenga
que de alguna manera con ella no se avenga;
y no hay que raíz en ella no la tenga:
ni Sancho ni Domingo, ni Sancha y Domenga.
La llaman vid, y es uva, y almendra, y es granada
que de granos de gracia está toda plasmada;
oliva, cedro, bálsamo, palma verde brotada,
pértiga en la que estuvo la sierpe levantada.
La vara que Moisés en la mano llevaba,
que confundió a los sabios que Faraón preciaba,
con la que abrió los mares y después los cerraba,
si no es a la Gloriosa ál no significaba.
Si parásemos mientes en el otro bastón
que partió la contienda y estuvo por Aarón,
ál no significaba -lo que dice la lección-
sino a la Gloriosa, y con buena razón.
Amigos y señores, en vano, contendemos,
estamos en gran pozo, fondo no encontraremos:
más serían los nombres que de ella leemos
que las flores del campo mayor que conocemos.
Ya dijimos arriba que eran los frutales
en los que nacían las aves los cantos generales
sus milagros muy santos, grandes y principales,
los cuales organamos en las fiestas caudales.
Pero quiero dejar los pájaros cantores,
las sombras y las aguas, las antedichas flores:
quiero de estos frutales, tan llenos de dulzores,
hacer algunos versos, amigos y señores.
Quiérome en estos árboles un ratito subir
-es decir, quiero algunos milagros escribir-.
La Gloriosa me guíe que lo pueda cumplir,
que sólo no podría bien airoso salir.
Tendré por un milagro más que hace la Gloriosa
el que quiera guiarme a mí en esta cosa:
Madre llena de gracia, Reina poderosa,
guíame Tú en esto, Tú que eres piadosa.
Por España quisiera en seguida empezar,
por Toledo la grande, afamado lugar:
que no sé por qué extremo comenzaré a contar,
porque son más que arenas a la orillas del mar.