Retrato de Celestina (adaptación)
La Celestina , ACTO I
Siglo XV
```[TEXTO ADAPTADO]
Pablo Ruiz Picasso: "Celestina" (1904)
CELESTINA.-
Llama.
SEMPRONIO.-
Ta, ta, ta.
CALISTO.-
Pármeno.
PÁRMENO.-
Señor.
CALISTO.-
¿No oyes, maldito sordo?
PÁRMENO.-
¿Qué pasa, señor?
CALISTO.-
Llaman a la puerta. ¡Corre!
PÁRMENO.-
¿Quién es?
SEMPRONIO.-
Abre a mí y a esta dueña.
PÁRMENO.-
Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada daban aquellos golpes en la puerta.
CALISTO.-
¡Calla, calla, malvado, que es mi tía! ¡Corre, corre, abre! No sea que se
enfade esta mujer, que tiene sobre mi vida más poder que Dios.
PÁRMENO.-
¿Por qué, señor, te preocupas? ¿Y tú piensas que es una ofensa para sus orejas
lo que la llamé? No lo creas, que ella se enorgullece de oírlo como cuando a ti
te dicen “Qué buen caballero es Calisto”. Además, así se la llama y así se la
conoce. Si estuviera entre cien mujeres y alguien dijera “¡puta vieja!”, sin
ningún problema vuelve enseguida la cabeza y responde con cara alegre. En las
celebraciones, en las fiestas, en las bodas, en los velatorios, en todas las
reuniones de gente, pasan tiempo con ella. Si pasa junto a los perros, a eso
suena su ladrido; si está cerca de las aves, otra cosa no cantan; si está cerca
de los ganados, balando la pregonan; si está cerca de los burros, rebuznando
dicen “¡puta vieja!” Las ranas de los charcos no la llaman por otro nombre. Si
pasa entre los herreros, eso dicen sus martillos. La cantan los carpinteros,
los tejedores, los labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en
las segadas. Allí donde va, todas las cosas repiten su nombre. ¡Oh, y qué
cornudo era su marido! ¡Hasta las piedras al chocar suenan a “¡puta vieja!”
CALISTO.-
Y tú, ¿cómo lo sabes? ¿De qué la conoces?
PÁRMENO.-
Te lo voy a contar. Hace mucho tiempo que mi madre, que era pobre, vivía cerca
de ella, y cuando Celestina se lo pidió, me dio a ella como sirviente, aunque ahora
no me reconoce, por el poco tiempo que estuve con ella y lo que he cambiado con
la edad.
CALISTO.-
¿En qué la servías?
PÁRMENO.-
Señor, iba a la plaza y le traía de comer, y la acompañaba, y la ayudaba en
todo lo que las fuerzas de mi corta edad me permitían. Pero de aquel poco
tiempo que la serví, recuerdo todo perfectamente. Tiene esta buena dueña una
casa al final de la ciudad, cerca de las afueras, en la cuesta del río. Una
casa apartada, medio caída, poco arreglada y menos abastecida. Ella tenía seis
oficios, que eran: costurera, perfumera, maestra de hacer afeites y de reparar
virgos, alcahueta y un poquito hechicera. El primer oficio era tapadera de los
otros, y gracias a él muchas chicas, sirvientes de casas nobles entraban a su
casa a “coserse” y a coser camisas, y muchas otras cosas. Ninguna venía sin un
torrezno, o trigo, o harina, o un jarro de vino y otras provisiones que
hurtaban a sus amas, e incluso otros hurtillos más importantes allí se
encubrían.
También era muy amiga de estudiantes y
despenseros y criados de curas. A estos les vendía ella la sangre inocente de
las jovencitas. Y a través de las criadas, entraba en contacto con otras
mujeres más encerradas hasta lograr lo que quería. Incluso en momentos honestos,
como procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba y otras secretas
devociones, vi a muchas damas encubiertas entrar en su casa. Tras ella, hombres
descalzos, encubiertos, pero con los calzones ya desabrochados. ¡Qué ajetreo se
traía! Para entrar en las casas, se hacía pasar por médica de niños, cogía estambre
de una casa, y lo daba para hilar en otra. Todo el mundo la conocía y la
llamaba. No se perdía una misa, en las que concertaba los encuentros de frailes
y de monjas.
Tenía en su casa un cuarto lleno de
alambiques, frascos y barrilejos de barro, vidrio y estaño para hacer pomadas,
ungüentos, colonias, polvos, cremas y medicinas para la cara y para la piel con
destilados, y conocimientos de plantas, flores, hierbas, raíces, granos de
centeno, grasas, mantecas, tuétanos de corzo y de garza y otras muchas
sustancias. Hacía lejías para enrubiar los cabellos y perfumes de rosas,
azahar, jazmín, clavel y madreselva. Era una maravilla ver las yerbas y raíces
que tenía colgadas en su casa para hacer jabones y cremas de baño (…). Y la
variedad de aceites y mascarillas para la cara que almacenaba no es cosa fácil
de creer: los hacía de jazmín, limón, pepitas, violetas, piñones, altramuces,
algarrobas, resinas y frutos de distintos árboles (…).
Rehacía
los virgos unas veces con una vejiga y otras con un cosido. En una cajita
pintada guardaba hilo encerado de seda y unas finas agujas, y tenía raíces y
plantas para cicatrizar las heridas. Con todo eso hacía maravillas, tanto que a
un embajador francés que vino por aquí le vendió tres veces a la misma criada,
y las tres la hizo pasar por virgen.
CALISTO.-
¡Ojalá se la hubiera vendido cien veces!
PÁRMENO.-
¡Desde luego! Y para remediar males de amor y despertar la pasión en los
amantes tenía también corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codorniz,
sesos de asno, soga de ahorcado, flor de
hiedra, espina de erizo, la piedra del nido del águila y otras mil cosas.
Acudían a ella muchos hombres y mujeres y cada uno recibía su tratamiento; a
unos les pedía unos cabellos, a otros les pintaba letras en la palma de la
mano, a otros les daba corazones de cera traspasados de agujas. Pintaba figuras
o hacia trazos en la tierra. ¿Quién te podrá decir lo que esta vieja hacía? Y
todo era burla y mentira.
CALISTO.-
Está bien, Pármeno, déjalo ya. Ya me has avisado suficiente, te lo agradezco.
Pero vamos, no la hagamos esperar más, no sea que se irrite. Y no envidies a
Sempronio, que si él recibió un jubón, tú tendrás un sayo. Pero no impidas el
remedio de mi vida con tus bien intencionados consejos.