Primera entrevista de Celestina con Melibea (adaptación)
La Celestina , ACTO IV
Siglo XV
```[TEXTO ADAPTADO]
ALISA.-
Pues, Melibea, dale a Celestina lo que consideres razonable por el hilado. Y
tú, madre, perdóname, otro día nos veremos con más calma
CELESTINA.-
Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que
quedo en buena compañía. Dios la deje disfrutar su noble juventud y florida
mocedad, que es el momento en que más placeres y mayores deleites se
alcanzarán. Porque la vejez no es más que mesón de enfermedades, posada de preocupaciones,
amiga de rencores, congoja continua, llaga incurable, lamento de lo pasado,
pena de lo presente, miedo triste del porvenir, vecina de la muerte, choza sin techo
a la que le entra la lluvia por todas partes, bastón de mimbre que con poca
carga se dobla.
MELIBEA.-
¿Por qué hablas, madre, tan mal de eso a lo que todo el mundo quiere llegar?
CELESTINA.-
Desean mucho mal para sí mismos, desean mucho sufrimiento. Desean llegar allí
porque desean vivir, y el vivir es dulce y al vivir se envejece. Así que el
niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque sea con achaques.
Todo por vivir. Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus
inconvenientes, sus fatigas, sus preocupaciones, sus enfermedades, su frío, su
calor, su tristeza, su rencor, su pesadumbre, el arrugarse la cara, el perder
los cabellos su color originario y fresco, el poco oír, la vista debilitada, el
hundimiento de boca, el caerse los dientes, el carecer de fuerzas, el andar
debilitado, el lento comer …? Pues ¡ay, ay, señora!, si todo eso demás viene
acompañado de pobreza y de hambre…
MELIBEA.-
Espantada me tienes con lo que has contado… Creo que yo ya te había visto en
otro momento… Dime, ¿eres tú Celestina,
la que solía vivir en las afueras, junto al río?
CELESTINA.-
Esa soy, hasta que Dios quiera.
MELIBEA.-
Pues sí que has envejecido…. Bien dicen que los días no pasan en balde. Si no
es por esa marca de la cara, no te habría conocido… Me parecías hermosa…. Ahora
pareces otra… Has cambiado mucho…
LUCRECIA.-
(¡Ji, ji, ji! ¡Mucho ha cambiado el diablo! ¡Hermosa era con aquella cicatriz
en toda la cara!)
MELIBEA.-
¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes?
LUCRECIA.-
De cómo no conocías a la madre.
CELESTINA.-
Señora, para tú el tiempo para que no pase, y pararé yo el aspecto para que no
cambie. ¿No has leído que dicen «vendrá el día que en el espejo no te
conozcas»? Yo encanecí pronto y por eso parezco de más edad de la que soy.
MELIBEA.-
Celestina, amiga, me ha gustado mucho verte y conocerte. Y me han entretenido
tus palabras. Ahora toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes
de haber comido.
CELESTINA.-
¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me da en
verte hablar. ¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel
infernal tentador que no solo de pan viviremos? Pues así es, que no solo el comer
mantiene, sobre todo a mí, que me suelo estar uno y dos días negociando encargos
ajenos en ayunas… Yo siempre he sido así: de querer más trabajar sirviendo a
otros que disfrutar complaciéndome a mí misma. Y si me das permiso, te diré la
verdadera causa de mi venida, que es otra diferente a la que la que hasta ahora
has oído, y es tan importante, que todos perderíamos mucho si yo me fuera sin
habértela dicho.
MELIBEA.-
Dime, madre, lo que necesitas, que si yo te puedo ayudar, de muy buen grado lo
haré, por el pasado conocimiento y la cercanía.
CELESTINA.-
¿Lo que necesito yo? Lo que necesitan otros, como ya te dije, que lo que yo
necesito me lo busco de puertas para adentro sin que nadie sepa.
MELIBEA.-
Pide lo que quieras, sea para quien fuere.
CELESTINA.-
Doncella graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre actitud, junto con la
generosidad que muestras con esta pobre vieja, me dan valor para decírtelo…. He
dejado a un enfermo a las puertas de la muerte, que con una sola palabra salida
de tu noble boca que le lleve metida en mi seno, está seguro de que sanará…
MELIBEA.-
Vieja honrada, no te entiendo, si no me explicas algo más. Por una parte, me irritas
y me enfadas; por otra, me produces compasión. No sabría darte una respuesta
conveniente, por lo poco que me has contado…. Pero sería muy dichosa si la salud
de algún cristiano necesita de mi palabra, porque hacer el bien es parecerse a
Dios, y más si ese bien lo recibe alguien que lo merece. Y el que puede sanar
al que padece, si no lo hace, lo mata. Así que di sin temor.
CELESTINA.-
He perdido el temor contemplando tu belleza, que no creo que Dios crease unos
rasgos tan perfectos, tan llenos de gracia, unas facciones tan hermosas, sino
para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión… Nadie nace
para sí mismo, pues si así fuese seríamos como los animales. ¿Y vamos los
hombres a negar nuestra gracia y nuestra persona a los que padecen secretas
enfermedades, cuya causa y medicina están en el mismo lugar?
MELIBEA.-
Por Dios, sin dar más vueltas, dime ya quién es ese doliente, enfermo de un mal
tan extraño que su causa y su remedio salen de la misma fuente.
CELESTINA.-
Seguro, señora, que has oído hablar de un joven caballero de noble sangre,
llamado Calisto…
MELIBEA.-
¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no sigas. ¿Ése es el doliente por el
que has dado tantos rodeos?, ¿por quién has venido a buscar la muerte para ti?,
¿por quién has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese
perdido, que con tanta pasión vienes? La locura será su mal. ¿Qué te parece? Si
me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas? No en vano
dicen que el órgano más peligroso del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada
seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestidad, causante de errores
secretos! ¡Jesús, Jesús! ¡Quítamela de delante, Lucrecia, que no puedo
soportarla! ¡Si no me importase mi honestidad y que no se sepa la osadía de ese
atrevido, yo te haría, malvada, que tus palabras y tu vida acabasen al mismo
tiempo ahora mismo!
CELESTINA.-
(¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién
digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!).
MELIBEA.-
¿Aun te atreves a hablar entre dientes delante de mí para enfadarme más? ¿Querrías
condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejarme a mí triste por contentarle
a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder
y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita
como tú? ¿Piensas que no me he dado cuenta de lo que pretendes con tus actos y
tus palabras? Pues yo te certifico que lo que te llevarás de aquí será que no
ofendas más a Dios, porque acabarán tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo te
has atrevido a tanto?
CELESTINA.-
Tu miedo, señora, me impide explicarte. Mi inocencia me da valor, pero me
incomoda verte tan enfadada. Por Dios, señora, déjame acabar lo que quería
decirte, que ni él quedará culpado ni yo condenada, y verás cómo todo tiene más
que ver con servir a Dios que con pasos deshonestos. Si hubiera sabido, señora,
que tan rápido ibas a deducir de lo que te he dicho esas sospechas, no me
habría atrevido a mencionar ni a Calisto ni a ningún otro hombre.
MELIBEA.-
¡Jesús! No quiero oír mencionar más a ese loco, saltaparedes, fantasma de
noche, largo como una cigüeña, figura mal pintada; o si no, aquí mismo me caeré
muerta. ¡Éste es el que el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en
razones haciéndose mucho el galán! Dile, buena vieja, que si pensó que ya había
conseguido lo que quería sólo porque escuché sus necedades sin castigar su
atrevimiento, fue porque le tomé por un loco. Y avísale de que mejor le será apartarse de
sus propósitos, o de lo contrario, ningunas palabras le habrán costado tan
caras en su vida. Y esta es la misma respuesta que tengo para ti, que otra no
tendrás ni la esperes. Y da gracias a Dios de salir así de bien de este asunto…
Bien me habían dicho quién eras tú y avisado de tus ocupaciones, aunque ahora
no te haya reconocido.
CELESTINA.-
(¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna
tempestad mucho dura.)
MELIBEA.-
¿Qué murmuras, enemiga? Habla alto, que te pueda oír. ¿Tienes alguna disculpa
para aplacar mi enojo y excusar tu error y tu atrevimiento?
CELESTINA.-
Mientras dure tu ira, más difícil me
será explicarme, que estás muy enfadada, aunque no me extraña, que la sangre
joven necesita poco calor para hervir.
MELIBEA.-
¿Poco calor? Poco lo puedes considerar, ya que quedas tu viva y yo quejosa tras
tu atrevimiento… ¿Qué palabra podías tú querer para ese hombre que a mí no me
enfadase? Responde, ya que dices que no has terminado, y a lo mejor arreglas lo
pasado.
CELESTINA.-
Quería pedirte una oración, señora, que ese caballero oyó que tú sabías una oración a Santa Polonia para
el dolor de las muelas. Y también tu cordón, que se sabe que ha tocado todas
las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que te mencioné pena
y muere por ellas. Por eso vine. Pero ya que conseguir esto iba a provocar tu
enfado, que sufra él su dolor, por haber buscado tan desdichada mensajera… Pero ya sabes que el placer de la venganza
dura un momento, y el de la misericordia, para siempre.
MELIBEA.-
Si eso era lo que querías, ¿Por qué no me lo dejaste claro enseguida? ¿Por qué
me lo dijiste con tantos rodeos?
CELESTINA.-
Señora, porque lo que yo quería era tan limpio que creí que, aunque lo dijera
como lo dijera, no habría de causas sospechas maliciosas. La pena por su dolor
y la confianza en tu generosidad hicieron que no expresara al principio la
causa. Y si él ha hecho algo mal, que no me perjudique a mí, que no tengo más
culpa que la de ser mensajero del culpable. Que no se rompa la soga por lo más
delgado. Que no paguen justos por pecadores. Yo sólo intento ayudar a los
demás. De esto vivo y de esto me mantengo. Yo soy siempre la misma. En la ciudad
a pocos tengo descontentos. Con todos los que me piden algo cumplo, como si
tuviese veinte pies y otras tantas manos.
MELIBEA.-
No me extraña, que tantas cosas me han
contado de tus falsas mañas, que no sé si creer que realmente me ibas a pedir
una oración.
CELESTINA.-
Esa es la verdad, y no confesaré otra cosa así me den mil tormentos…. Pero tú
eres mi señora y tengo que soportar tus ofensas. Tú mandas, yo obedezco.
MELIBEA.-
Tanto insistes en tu inocencia que acabaré
por creerte. Quiero tener en cuenta tu disculpa y no interpretar a la ligera tu
petición. No te extrañes de mi enfado, porque hubo dos cosas en lo que me
dijiste que bastaron para sacarme de quicio: que me nombraras a ese caballero
que se había atrevido a hablar conmigo, y también pedirme una palabra sin más
motivo, lo que hacía pensar en un daño para mi honra. Pero ya que todo viene
por buenas intenciones, olvidemos lo que ha pasado, que mi corazón se siente aliviado
al ver que se trata de un acto piadoso de sanar a un afligido enfermo
CELESTINA.-
¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si le conocieses bien, no lo juzgarías como
has hecho cuando te has enfadado, porque no tiene hiel, es todo virtudes, franqueza,
esfuerzo, gesto de rey, gracioso, alegre... Jamás reina en él la tristeza. De
noble sangre, como ya sabes, gran luchador en los torneos, que armado, parece
un San Jorge. Con más fuerza y valor que Hércules. La presencia, las facciones,
la desenvoltura no se pueden expresar--- Pero ahora, señora, lo tiene vencido
una sola muela y no para de quejarse.
MELIBEA.-
¿Y qué tiempo tiene?
CELESTINA.-
Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer
MELIBEA.-
No te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tiempo tiene
ese mal.
CELESTINA.-
Señora, ocho días, pero que parecen un año en su sufrimiento. Y el único alivio que tiene es
coger una vihuela, y tocar canciones lastimeras. Que aunque yo sé poco de
música, parece que hace hablar a esa vihuela. Hasta las aves se paran a
escucharlo. Cómo no se va a sentir dichosa una pobre vieja como yo en ayudar a
alguien con tantas virtudes. Todas las mujeres que lo ven dan gracias a Dios
por haberlo hecho así, y si él les habla, ya no son dueñas de sí mismas. Así
que ten por bueno mi propósito, limpios y vacíos de sospecha mis actos.
MELIBEA.-
¡Oh cuánto lamento mi falta de paciencia, porque sin saber él nada y siendo tú
inocente, habéis sufrido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la razón me
libra de culpa, porque fue tu habla sospechosa lo que la causó. Para compensar
tu sufrimiento, quiero cumplir tu petición y darte mi cordón. Y como ya no hay
tiempo para escribir la oración antes de que vuelva mi madre, ven mañana a por ella en secreto.
LUCRECIA.-
(¡Ya, ya, mi ama está perdida! Quiere que Celestina venga en secreto. Aquí hay
engaño… Le querrá dar más que lo dicho…)
MELIBEA.-
¿Qué dices, Lucrecia?
LUCRECIA.-
Señora, que es suficiente lo dicho, que es tarde.
MELIBEA.-
Pues, madre, no le cuentes a ese caballero lo que ha pasado, para que no me
tenga por cruel o arrebatada o deshonesta
LUCRECIA.-
(No miento yo, que todo esto va mal…)
CELESTINA.-
Me sorprende mucho, señora Melibea, que dudes de mi discreción. No temas, que
yo todo lo sé sufrir y encubrir, que ya sé que tus sospechas fueron el motivo
de tu enfado por mis palabras. Yo me voy muy contenta con tu cordón, y estoy
segura de que Calisto estará ya aliviado, pues el corazón le estará diciendo la
merced que nos hiciste.
MELIBEA.-
Aún haré más por tu doliente, si hiciera falta, en compensación por lo que has
sufrido.
CELESTINA.-
(Más hará falta y más harás, aunque no se te agradezca.)
MELIBEA.-
¿Qué dices, madre, de agradecer?
CELESTINA.-
Digo, señora, que todos agradecemos tus generosas palabras, y esperamos que
cumplas con ellas.
LUCRECIA.-
(¡Qué mal me suena eso…!)
CELESTINA.-
¡Hija Lucrecia! ¡Ce! Ven a mi casa, que te daré una lejía para que te arregles
esos cabellos y brillen más que el oro. No se lo digas a tu señora, y te daré
también unos polvos para quitarte ese mal olor de la boca, que te huele un
poco, y no hay peor cosa en una mujer.
LUCRECIA.-
Oh, Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso que de comer.
CELESTINA.-
Pues, ¿por qué murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si alguna vez
me necesitarás para algo más importante. No enfades a tu señora más de lo que
ya se ha enfadado, y déjame ir en paz.