La transformación de Melibea (adaptación)
La Celestina , ACTO X
Siglo XV
```[TEXTO ADAPTADO]
MELIBEA.-
¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, desdichada doncella! ¿Y no habría sido mejor acceder
ayer a las peticiones de Celestina, cuando vino de parte de aquel señor, cuya
vista me cautivó, y contentarle a él y sanarme a mí, que no tener ahora que
descubrir a la fuerza mi herida, cuando ya no me lo agradezca, cuando ya tal
vez, desconfiando de que mi respuesta fuera buena, haya puesto sus ojos en el
amor de otra? ¡Cuánto mejor hubiera sido acceder cuando me rogaron que tener
que ofrecerme ahora a la fuerza ¡Oh mi fiel criada Lucrecia! ¿Qué dirás de mí?
¿Qué pensarás de mi cabeza, cuando me veas proclamar lo que a ti nunca quise
descubrir? ¡Cómo te espantarás de ver cómo rompo mi honestidad y mi vergüenza,
que siempre, como doncella encerrada y virtuosa, acostumbré tener! No sé si
habrás adivinado de dónde viene mi dolor. ¡Oh, si vinieses ya con la
intermediaria de mi salud! ¡Oh Dios soberano! A ti, que todos los atribulados
llaman, los apasionados piden remedio, los enfermos medicina, humildemente
suplico que des a mi herido corazón resignación y paciencia con la que poder
disimular mi terrible pasión. Que no se deshaga la hoja de castidad que
envuelve este deseo amoroso, y sea capaz de proclamar que mi dolor es otro y no
el que me atormenta. Pero, ¿cómo podré hacerlo, si me lastima tan cruelmente el
mordisco venenoso que me dio el ver a aquel caballero? ¡Oh género femenino,
encogido y frágil! ¿Por qué no fue concedido también a las hembras poder
descubrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones? Que si así fuera,
ni Calisto viviría sufriendo ni yo condenada.
LUCRECIA.-
Tía, detente un poquito junto a esta puerta. Entraré a ver con quién está
hablando mi señora… Entra, entra, que está hablando sola
MELIBEA.-
Lucrecia, cierra esa cortina ¡Oh vieja sabia y honrada, tú seas bienvenida!
¿Qué te parece que mi dicha y la fortuna quieran que sea yo ahora la que te
necesita, para que me pagues con la misma moneda lo que me pediste para ese
gentilhombre que necesitaba de la cura de mi cordón?
CELESTINA.-
¿Y qué mal es ese que te atormenta y deja su señal poniendo coloradas tus
mejillas?
MELIBEA.-
Madre mía, que comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.
CELESTINA.-
(Bien está. Eso es lo que yo quería. Ahora me pagarás, doña loca, la ira que
pagaste conmigo)
MELIBEA.-
¿Qué dices? ¿Has notado al verme la causa de mi mal?
CELESTINA.-
No me has dicho, señora, cuál es tu mal, ¿cómo quieres que adivine la causa? Lo
que yo digo es que me da mucha pena ver triste tu graciosa presencia.
MELIBEA.-
Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber.
CELESTINA.-
Señora, el que realmente sabe sólo es Dios. Pero como para salud y remedio de
enfermedad los hombres supieron hallar medicinas, de todo ello sabe un poquito
esta pobre vieja, que espera poder servirte.
MELIBEA.-
¡Oh qué gracioso y agradable me es oírte! Saludable es al enfermo la alegre
cara del que le visita. Me parece que veo mi corazón hecho pedazos entre tus
manos, y que, si tú quisieses, podrías juntar esos pedazos con tus palabras.
Así que, por amor de Dios, intenta entender mi mal y darme algún remedio.
CELESTINA.-
Gran parte de la salud es desearla, por lo que creo que tu mal no es muy
peligroso. Pero para poder darte alguna medicina, necesito saber de ti tres
cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo afecta lo que sientes. Otra, si es
la primera vez que lo sientes, porque se curan más rápido las enfermedades
cuando están empezando que cuando ya llevan mucho tiempo desarrollándose. La
tercera, si tu mal procede de algún cruel pensamiento que se asentó en ese
lugar. Y cuando sepa esto, ya verás actuar mi cura. Al médico, como al
confesor, hay que hablarle abiertamente.
MELIBEA.-
Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mi mal está en el corazón,
está aposentado bajo la teta izquierda pero tiende sus rayos a todas partes. Lo
segundo, acaba de nacer en mi cuerpo, que yo no pensé jamás que el dolor podía
quitar la razón, como hace este. Me turba la cara, me quita el apetito, no
puedo dormir, nada me hace gracia. Y lo último que me has preguntado, la causa
o el pensamiento, no sabría decirte, porque no ha ocurrido nada que me
preocupe… salvo la alteración que tú me causaste cuando me pediste la oración y
el cordón para aquel caballero Calisto
CELESTINA.-
Pero, señora, ¿tan mal hombre es Calisto? ¿Tan malo es su nombre que solo con
nombrarlo trae consigo veneno su sonido? No creo que esa sea la causa de su
sentimiento, sino otra que yo adivino… Y si me das permiso, yo, señora, te la
diré.
MELIBEA.-
¿Pero cómo me pides eso, Celestina? ¿Acaso necesitas permiso para darme la
salud? ¿Qué médico pidió jamás permiso para curar al paciente? Di, di, que de
mí siempre tienes permiso, con tal de que no dañes mi honra con tus palabras.
CELESTINA.-
Te veo, señora, por una parte quejarte del dolor… por otra, temer la medicina….
MELIBEA.-
Cuanto más dilatas la cura tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y
pasión. Por favor te suplico que me des tu remedio sin temor, sin dañar a mi
honra.
CELESTINA.-
Señora, a veces duele más la cura que la herida originaria. Si quieres sanar
esa llaga, ata tus manos con sosiego, cubre tus ojos con piedad, frena tu
lengua con silencio, tapa tus oídos con paciencia.
MELIBEA.-
¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que
supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que iguale con mi pena y
tormento. Aunque toque mi honra, aunque dañe mi fama, aunque lastime mi cuerpo,
aunque tenga que romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te aseguro
que, si siento alivio, serás bien galardonada.
LUCRECIA.-
(Mi señora ha perdido la cabeza. Gran
mal es este… Esta hechicera la ha engatusado…)
CELESTINA.-
(Nunca me ha de faltar un diablo acá y acullá. Me escapo de Pármeno, y me
encuentro con Lucrecia…)
MELIBEA.-
¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué decía mi criada?
CELESTINA.-
No le oí nada, pero que diga lo que quiera… Es muy necesario para tu salud que
no haya nadie delante cuando te dé la cura, y la debes hacer salir. Y tú, hija
Lucrecia, disculpa.
MELIBEA.-
¡Sal fuera enseguida!
LUCRECIA.-
(¡Ya, ya! ¡Todo es perdido! ) Ya me salgo, señora.
CELESTINA.-
Todavía es necesario traer una medicina más clara y un descanso más saludable
de casa del caballero Calisto.
MELIBEA.-
Calla, por Dios, madre. No me traigas nada de su casa ni le nombres aquí.
CELESTINA.-
Sufre, señora, con paciencia, que es el punto primero y principal. Que no se
rompa, que si no, todo nuestro trabajo se habrá perdido. Tu herida es grande y
es necesaria una cura áspera. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto se cura
sin molestia. Y un clavo, se saca con otro clavo, y un dolor con otro. No
concibas odio ni desamor, no consientas a tu lengua hablar mal de una persona
tan virtuosa como Calisto…
MELIBEA.-
Tantas veces me nombrarás a ese
caballero tuyo …¿Qué le debo yo a él? ¿Qué soy para él? ¿Qué ha hecho por mí?
¿Qué tiene él que ver con la cura mi mal? Para mí sería más agradable que
rasgases mis carnes y sacases mi corazón que traer esas palabras aquí.
CELESTINA.-
Sin romperte las vestiduras el amor se lanzó a tu pecho. No rasgaré yo tus
carnes para curarte.
MELIBEA.-
¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor
de mi cuerpo?
CELESTINA.-
Amor dulce.
MELIBEA.-
Explícame qué es, que con solo oírlo, me alegro.
CELESTINA.-
Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce
amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera
herida, una blanda muerte.
MELIBEA.-
¡Ay, mezquina de mí! Que si es verdad lo que dices, mi salud será dudosa,
porque según la contrariedad que muestran esos nombres entre sí, lo que al uno
le fuera provechoso, le acarreará más pasión al otro.
CELESTINA.-
Que tu noble juventud, señora, no desconfíe de la salud. Cuando Dios manda una
herida, tras ella envía el remedio. Sobre todo porque yo sé que hay en el mundo
una flor que te libra de todo esto…
MELIBEA.-
¿Cómo se llama?
CELESTINA.-
No me atrevo a decírtelo.
MELIBEA.-
Di, no temas.
CELESTINA.-
¡Calisto! (Melibea se desmaya) ¡Oh por Dios, señora Melibea!, ¿Qué te
pasa? ¿Por qué decaes? ¡Oh, pobre de mí! ¡Levanta la cabeza! ¡Oh, malaventurada
vieja! ¡En esto han de terminar mis pasos! ¡Si muere, me matarán; aunque viva,
se darán cuenta de que he estado aquí y se sabrá todo! Señora Melibea, ángel mío,
¿qué has sentido? ¿Qué ha pasado con tu habla graciosa? ¿Y de tu color alegre?
Abre tus ojos claros… ¡Lucrecia, entra rápido! Que tu señora está desvanecida
entre mis manos… ¡Baja rápido por un jarro de agua!
MELIBEA.-
Nada, deja, que yo me repondré… No escandalices la casa.
CELESTINA.-
¡Oh, pobre de mí!! ¡No decaigas, señora, háblame como sueles!
Pues,
¿qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué te ha pasado?.
MELIBEA.-
Se quebró mi honestidad, se quebró mi recato, aflojó mi mucha vergüenza. Y como
eran tan naturales en mí, tan míos, no pueden irse tan ligeramente de mi cara
sin llevarse consigo su color por un momento, mi fuerza, mi lengua y gran parte
de mi sentido. ¡Oh! Mi buena maestra, mi fiel secretaria, lo que tú ya tan
abiertamente conoces intento encubrírtelo en vano. En mi cordón te llevaste mi
libertad. (…) Has sacado de mi pecho lo que jamás pensé descubrir ni a ti ni a
nadie.
MELIBEA.- ¡Oh mi Calisto y mi
señor, mi dulce y suave alegría! Si tu corazón siente lo que ahora el mío, me
asombra cómo la ausencia te deja vivir. ¡Oh, madre y señora, haz que pronto lo
vea.
CELESTINA.- Que lo veas y que le
hables.
MELIBEA.- ¿Hablarle? Eso es
imposible.
CELESTINA.- Nada es imposible, si
se quiere hacer.
MELIBEA.- ¿Cómo?
CELESTINA.- Por entre las puertas
de tu casa.
MELIBEA.- ¿Cuándo?
CELESTINA.- Esta noche.
MELIBEA.- Di a qué hora.
CELESTINA.- A las doce.
MELIBEA.- Pues ve, leal amiga, y
dile que venga en secreto.
CELESTINA.- Adiós, que viene hacia
aquí tu madre.