Ana y Don Víctor Quintanar
(1852-1901)
La Regenta
Su marido era botánico, ornitólogo,
floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico, jurisconsulto;
todo menos un marido. Quería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era
Frígilis? Un loco; simpático años atrás, pero ahora completamente ido,
intratable; (…) Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos,
sin más relaciones íntimas. Bastaba, bastaba, no podía más; (…) ella se moría
de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer
eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una
sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de
comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena
de vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba
ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su
luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un
sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo
estaba diciendo el recuerdo?: la primer noche, al despertar en su lecho de
esposa, sintió junto a sí la respiración de un magistrado; le pareció un
despropósito y una desfachatez que ya que estaba allí dentro el señor
Quintanar, no estuviera con su levita larga de tricot y su pantalón negro de
castor (…) ¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido!... Y en aquel
presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida por mártir y
heroína... Recordaba también las palabras de envidia, las miradas de curiosidad
de doña Águeda (q. e. p. d.) en los primeros días del matrimonio; recordaba que
ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había tenido que
esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. (…) Y ni
siquiera la compadecían. Nada de hijos. Don Víctor no era pesado, eso es
verdad. Se había cansado pronto de hacer el galán y paulatinamente había pasado
al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había
hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la
frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la
boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus
caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo
aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor irremediable
que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor
vergonzoso, como las enfermedades que ella había visto en Madrid anunciadas en
faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar aquello, sobre todo así,
como lo pensaba? y otra cosa no era confesarlo».
«Y la juventud huía, como aquellas
nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna...
ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de
luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin
esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves
cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte.
Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a
caer en aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de
tinieblas».
«Lo mismo era ella; como la luna,
corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del
alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».
Sentía en las entrañas gritos de
protesta, que le parecía que reclamaban con suprema elocuencia, inspirados por
la justicia, derechos de la carne, derechos de la hermosura.