Ana Ozores, la Regenta
(1852-1901)
La Regenta
Doña Ana tardó mucho en dormirse, pero
su vigilia ya no fue impaciente, desabrida. El espíritu se había refrigerado
con el nuevo sesgo de los pensamientos. Aquel noble esposo a quien debía la
dignidad y la independencia de su vida, bien merecía la abnegación constante a
que ella estaba resuelta. Le había sacrificado su juventud: ¿por qué no
continuar el sacrificio? No pensó más en aquellos años en que había una
calumnia capaz de corromper la más pura inocencia; pensó en lo presente. Tal
vez había sido providencial aquella aventura de la barca de Trébol. Si al
principio, por ser tan niña, no había sacado ninguna enseñanza de aquella
injusta persecución de la calumnia, más adelante, gracias a ella, aprendió a
guardar las apariencias; supo, recordando lo pasado, que para el mundo no hay
más virtud que la ostensible y aparatosa. Su alma se regocijó contemplando en
la fantasía el holocausto del general respeto, de la admiración que como
virtuosa y bella se le tributaba. En Vetusta, decir la Regenta era decir la
perfecta casada. Ya no veía Anita la estúpida existencia de antes. Recordaba
que la llamaban madre de los pobres. Sin ser beata, las más ardientes fanáticas
la consideraban buena católica. Los más atrevidos Tenorios, famosos por sus
temeridades, bajaban ante ella los ojos, y su hermosura se adoraba en silencio.
Tal vez muchos la amaban, pero nadie se lo decía... Aquel mismo don Álvaro que
tenía fama de atreverse a todo y conseguirlo todo, la quería, la adoraba sin
duda alguna, estaba segura; más de dos años hacía que ella lo había conocido,
pero él no había hablado más que con los ojos, donde Ana fingía no adivinar una
pasión que era un crimen.
Verdad era que en estos últimos meses,
sobre todo desde algunas semanas a esta parte, se mostraba más atrevido...
hasta algo imprudente, él que era la prudencia misma, y sólo por esto digno de
que ella no se irritara contra su infame intento... pero ya sabría contenerle;
sí, ella le pondría a raya helándole con una mirada... Y pensando en convertir
en carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se obstinaba en ser de fuego, se
quedó dormida dulcemente