Marianela
Marianela (1879)
-Aguarda, hija, no vayas tan a prisa
-dijo Golfín deteniéndose-, déjame encender un cigarro.
Estaba tan serena la noche, que no
necesitó emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los
fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela,
diciendo con bondad:
- A ver, enséñame tu cara.
Le miraba asombrada la muchacha, y sus
negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en el breve instante
que duró la luz del fósforo. Era como una niña, pues su estatura debía contarse
entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente
constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio
de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un organismo en que ha entrado
o debido entrar el juicio. A pesar de esta desconformidad, era admirablemente
proporcionada, y su pequeña cabeza remataba con cierta gallardía el miserable
cuerpecillo. Alguien decía que era una mujer mirada con vidrio de disminución;
alguno que era una niña con ojos y expresión de adolescente. No conociéndola,
se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable atraso.
-¿Que edad tienes tú? -preguntó Golfín
sacudiendo los dedos para arrojar el fósforo, que empezaba a quemarle.
- Dicen que tengo dieciséis años
-replicó la Nela, examinando a su vez al doctor.
- ¡Dieciséis años! Atrasadilla estás,
hija. Tu cuerpo es de doce a lo sumo.
-¡Madre de Dios! Si dicen que yo soy
como un fenómeno -manifestó ella en tono de lástima de sí misma.
-¡Un fenómeno! -repitió Golfín
poniendo su mano sobre los cabellos de la chica-. Podrá ser. Vamos, guíame.
La Nela comenzó a andar resueltamente
sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado del viajero,
como si apreciara en todo su valor la honra de tan noble compañía. Iba
descalza: sus pies, ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria
con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una
falda sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como en
la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia,
cierta independencia más propia del salvaje que del mendigo. Sus palabras, al
contrario, sorprendieron a Golfín por lo recatadas y humildes, dando indicios
de un carácter formal y reflexivo. Resonaba su voz con simpático acento de
cortesía, que no podía ser hijo de la educación, y sus miradas eran fugaces y
momentáneas, como no fueran dirigidas al suelo o al cielo.
-Dime -le preguntó Golfín-, ¿tú vives
en las minas? ¿Eres hija de algún empleado de esta posesión?
-Dicen que no tengo madre ni padre.
- Pobrecita! Tú trabajarás en las
minas ...
-No, señor. Yo no sirvo para nada
-replicó sin alzar del suelo los ojos.
-Pues a fe que tienes modestia.
Teodoro se inclinó para mirarle el
rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas manchitas
parduzcas. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz,
negros y vividores los ojos; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de
tristeza. Su cabello dorado obscuro había perdido el hermoso color nativo por
la incuria y su continua exposición al aire, al sol y al polvo. Sus labios
apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; pero aquella
sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado
de vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, estéticamente hablando, era
desabrida, fea; pero quizás podía merecer elogios, aplicándole el verso de Polo
de Medina: es tan linda su boca que no pide. En efecto; ni hablando, ni
mirando, ni sonriendo revelaba aquelIa miserable el hábito degradante de la
mendicidad callejera.
Golfín le acarició el rostro con su
mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre sus gruesos dedos.
- ¡Pobrecita! -exclamó-. Dios no ha
sido generoso contigo. ¿Con quién vives?
- Con el señor Centeno, capataz de
ganado en las minas.
- Me parece que tú no habrás nacido en
la abundancia. ¿De quién eres hija?
- Dicen que mi madre vendía pimientos
en el mercado de Villamojada. Era soltera. Me tuvo un día de Difuntos, y
después se fue a criar a Madrid.
- ¡Vaya con la buena señora! -murmuró
Teodoro con malicia-. Quizás no tenga nadie noticia de quién fue tu papá.
- Sí, señor -replicó la Nela con
cierto orgullo-. Mi padre fue el primero que encendió las luces en Villamojada.
- ¡Cáspita!
-
Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez faroles en las
calles -dijo la muchacha, dando a su relato la gravedad de la historia-, mi
padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Yo estaba ya criada por una
hermana de mi madre, que era también soltera, según dicen. Mi padre había
reñido con ella ... Dicen que vivían juntos ... todos vivían juntos ... y
cuando iba a farolear me llevaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio,
las mechas, la aceitera ... Un día dicen que subió a limpiar el farol que hay
en el puente, puso el cesto sobre el antepecho, yo me salí fuera y me caí al
río.
- ¡Y te ahogaste!
- No, señor, porque caí sobre piedras.
¡Divina madre de Dios! Dicen que antes de eso era yo muy bonita.
- Sí; indudablemente eras muy bonita
-afirmó el forastero con el alma inundada de bondad-. Y todavía lo eres ...
Pero dime: ¿Hace mucho que vives en las minas?
- Dicen que hace trece años. Dicen que
mi madre me recogió después de la caída. Mi padre cayó enfermo, y como mi madre
no le quiso asistir, por que era malo, él fue al hospital, donde dicen que se
murió. Entonces vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un día le
despidió el jefe porque había bebido mucho aguardiente...
- Y tu madre se fue... Vamos, ya me
interesa esa señora. Se fue...
- Se fue a un agujero muy grande que
hay allá arriba -dijo la Nela, deteniéndose ante el doctor y dando a su voz el
tono más patético-, y se metió dentro.
- ¡Canario! ¡Vaya un fin lamentable!
Supongo que no habrá vuelto a salir.
- No, señor -replicó la Nela con
naturalidad-. Allí dentro está.
- Después de esa catástrofe, pobre
criatura -dijo Golfín con cariño-, has quedado trabajando aquí. Es un trabajo
muy penoso el de la minería. Tú estás teñida del color del mineral; estás
raquítica y mal alimentada. Esta vida destruye las naturalezas más robustas.
- No, señor yo no trabajo. Dicen que
yo no sirvo, ni puedo servir para nada.
- Quita allá, tonta, tú eres una
alhaja.
- Que no, señor -dijo la Nela,
insistiendo con energía-. Si no puedo trabajar. En cuanto cargo un peso pequeño
me caigo al suelo. Si me pongo a hacer una cosa difícil en seguida me desmayo.
- Todo sea por Dios ... Vamos, que si
cayeras tú en manos de personas que te supieran manejar, ya trabajarías bien.
- No, señor -repitió la Nela con tanto
énfasis como si se elogiara-; si yo no sirvo más que de estorbo.
- ¿De modo que eres una vagabunda?
- No, señor, porque acompaño a Pablo.
- ¿Y quién es Pablo?
- Ese señorito ciego, a quien usted
encontró en la Terrible. Yo soy su lazarillo desde hace año y medio. Le llevo a
todas partes; nos vamos por esos campos paseando.
- Parece buen muchacho ese Pablo.
La Nela se detuvo otra vez mirando al
doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, exclamó:
- ¡Madre de Dios! Es lo mejor que hay
en el mundo. ¡Pobre amito mío! Sin vista tiene él más talento que todos los que
ven.
- Me gusta tu amo. ¿Es de este país?
- Sí, señor; es hijo único de D.
Francisco Penáguilas, un caballero muy bueno y muy rico que vive en las casas
de Aldeacorba.
- Dime: ¿y a ti por qué te llaman la
Nela? ¿Qué quiere decir eso?
La muchacha alzó los hombros. Después
de una pausa, repuso:
- Mi madre se llamaba la seño María
Canela, pero la decían Nela. Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo María.
- Mariquita.
- María Nela me llaman y también La
hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada más que la Nela.
- ¿Y tu amo, te quiere mucho?
- Sí señor, es muy bueno. El dice que
ve con mis ojos, porque como yo le llevo a todas partes, y le digo cómo son
todas las cosas...
- Todas las cosas que no puede ver.
El forastero parecía muy gustoso de
aquel coloquio.
- Sí, señor, yo le digo todo. El me
pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para
él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, y
las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el
humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo
le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
- Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo
feo y lo bonito! Ahí es nada ... ¿Te ocupas de eso?... Díme, ¿sabes leer?
-
No, señor. Si yo no sirvo para nada.