La excelencia educativa
Algunas palabras acaban siendo muy antipáticas. Hay que tener cuidado
con ellas porque las carga el diablo. Entendamos aquí por diablo a todo
ideólogo dispuesto a convertir la semántica en un ejercicio de
hipocresía. Los procesos de deformación en el carácter convierten con
frecuencia las virtudes en nuestros peores defectos. Una persona amable
puede convertirse en un adulador. Un individuo prudente, si no se vigila
con prudencia, puede transformarse en un miedoso. El mérito corre
peligro de desembocar en la vanidad y el egoísmo. El poder lo sabe y
actúa. El arte de gobernar se confunde por tradición elitista con la
estrategia de convertir al amable en adulador, al prudente en miedoso y
al ciudadano de mérito en un prisionero de su vanidad.
Las palabras tienen también carácter. Y transforman sus virtudes en
defectos. Hace años empezó a resultarme antipática la palabra emprendedor.
No es criticable, desde luego, quien emprende con decisión acciones
difíciles. No conviene borrar de golpe la historia de la navegación, la
literatura y la justicia social, tareas que exigen el valor de actuar
ante la incertidumbre. Pero la ideología repetida de la palabra emprendedor
supone hoy —en el vocabulario de nuestra realidad social— un
desmantelamiento de los derechos y las ilusiones colectivas en favor de
las hazañas personales. Se niegan los amparos del contrato social y se
desplaza el éxito a la importancia heroica de un individuo. El prestigio
del emprendedor es entonces inseparable de un paisaje degradado para la
inmensa mayoría.
Ocurre lo mismo con la palabra excelencia. Su repetido uso en
las discusiones sobre educación está cargado por el diablo. El Gobierno
introduce a Dios en las aulas a través de las clases de religión y al
diablo a través de la palabra excelencia. Dios y el diablo nos
libren a nosotros de negar el valor de la calidad y el mérito personal.
Pero con el uso sistemático de la palabra excelencia no se
intenta valorar el mérito, sino confundir la calidad con la
discriminación. Quien maltrata a los profesores, quien despide a los
interinos, quien obstaculiza la atención especial a los alumnos con
dificultades, quien recorta los gastos en educación pública, quien
sacrifica las inversiones en investigación, sólo puede utilizar la
palabra excelencia de una forma antipática y fraudulenta.
Legitima el deterioro de la inmensa mayoría a favor de la visibilidad de
unos privilegiados.
El profesor no está obligado a aprobar a todo el mundo, pero sí a
mirar a toda la clase. Un panorama muy diverso de rostros y actitudes se
sienta en los pupitres. Más o menos inteligentes, más o menos
estudiosos, más o menos inquietos, mejor o peor vestidos, todos los
alumnos reclaman su atención. A veces el esfuerzo más útil sirve para
que un condenado al suspenso logre el aprobado. El paso del notable al
sobresaliente está bien, pero no a costa de desatender la colmena de los
números rojos. El color dorado de la élite llega después. El profesor
sabe que siempre hay gente capaz de crecer y triunfar en las condiciones
más difíciles. Sabe incluso que su salto alcanzará más altura cuando el
suelo de la media se haya elevado, cuando los pies del atleta se apoyen
en una tierra sólida. No se obsesiona con palabras como emprendedor o excelencia. Mira a toda la clase.
El esfuerzo de la educación española en las últimas tres décadas se
ha dirigido a equilibrar las discriminaciones impuestas durante siglos,
salvo en los años de la II República, por una enseñanza al servicio de
las élites sociales. El ministro que utiliza hoy la palabra excelencia
está deshaciendo los logros de ese esfuerzo. Un Gobierno oligárquico,
que apuesta por los privilegios de familia y la inmovilidad social,
necesita sacrificar la educación pública. ¡Qué idea tan antipática de la
palabra excelencia!
Por eso me ha alegrado la noticia de que en la ceremonia de entrega
de los Premios Fin de Carrera algunos alumnos excelentes se han negado a
darle la mano al señor ministro para defender la educación pública. Nos
han recordado a todos que una persona amable no es un adulador, que un
prudente no es un miedoso y que el mérito personal no puede confundirse
con el egoísmo. Estos alumnos han suspendido al ministro de Educación.