Tratado I: el jarro de vino
Anónimo
Lazarillo de Tormes (1554)
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto
le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas turóme
poco, que en los tragos conocía la falta, y por reservar su vino a salvo
nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido; mas no
había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de
centeno, que para aquel menester tenía hecha, la cual metiéndola en la boca
del jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas como fuese el
traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó
propósito, y asentaba su jarro entre las piernas, y atapábale con la mano, y
ansí bebía seguro. Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que
aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del
jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente con una muy
delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber
frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la
pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor della luego derretida la cera,
por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destillarme en la boca, la cual
yo de tal manera ponía que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba
a beber, no hallaba nada: espantábase, maldecía, daba al diablo el jarro y
el vino, no sabiendo qué podía ser.
"No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano."
Tantas vueltas y tiento dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la
burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido, y luego otro día,
teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando en el daño que me
estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía, estando
recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco
cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado
ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí venganza y con toda su fuerza,
alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi
boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre
Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba
descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que
en él hay, me había caído encima. Fué tal el golpecillo, que me desatinó y
sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos dél se me metieron
por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin
los cuales hasta hoy día me quedé.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y aunque me quería y regalaba y
me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino
las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y sonriéndose
decía: "¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud", y
otros donaires que a mi gusto no lo eran.