Caballero, por fin
(1547-1616)
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605)
Capítulo III Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero
Capítulo III Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero
Prometióle don Quijote de hacer lo que se
le aconsejaba con toda puntualidad; y así se dió luego orden como velase las
armas en un corral grande, que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas
Don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando
su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante
de la pila; y cuando comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped,
la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admirándose de
tan extraño género de locura, fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que,
con sosegado ademán, unas veces se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía
los ojos en las armas sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de
cerrar la noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con
el que se le prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien
visto de todos.
Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar
agua a su recua, y fue menester quitar las armas de Don Quijote, que estaban
sobre la pila, el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
-¡Oh tú, quienquiera
que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso
andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y no las toques, si no
quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento!
No se curó el arriero de
estas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud);
antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí, lo cual visto
por Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo que
pareció) en su señora Dulcinea, dijo:
-Acorredme, señora mía, en esta primera
afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca
en este primero trance vuestro favor y amparo:
Y diciendo estas y otras semejantes
razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dió con ella tan gran
golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que,
si secundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho
esto, recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero.
Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido
el arriero), llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos; y llegando
a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra,
y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza,
y sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque
se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre
ellos el ventero. Viendo esto Don Quijote, embrazó su adarga, y puesta mano
a su espada, dijo:
-¡Oh, señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado
corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu
cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo!
Con esto cobró a su
parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no
volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos que tales los vieron,
comenzaron desde lejos a llover piedras sobre Don Quijote, el cual lo mejor
que podía se reparaba con su adarga y no se osaba apartar de la pila por no
desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había
dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos.
También Don Quijote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores,
y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal
manera consentía que se tratasen los andantes caballeros, y que si él hubiera
recibido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía;
-Pero
de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid
y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de
vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un
terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones
del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a
la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar
y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese;
y así, llegándose a él se disculpó de la insolencia que aquella gente baja
con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigado
quedaban de su atrevimiento. Díjole, como ya le había dicho, que en aquel castillo
no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que
todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el
espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello
en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba
al elar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más
que él había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó Don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle,
y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez
acometido, y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el
castillo, excepto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego un libro donde asentaba
la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía
un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don Quijote
estaba, al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en su manual como que decía
alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano, y dióle sobre el
cuello un buen golpe, y tras él con su misma espada un gentil espaldarazo,
siempre murmurando entre dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de
aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura
y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto
de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero
les tenía la risa a raya. (,,,)
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias,
no vió la hora Don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras;
y ensillando luego a Rocinante, subió en él, y abrazando a su huésped, le dijo
cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que
no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta,
con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas,
y sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buena hora.