"Fascinante Celestina"
Después de haberme comprometido a la difícil y rara empresa de reescribir La Celestina
en el español moderno, me asaltaron inmensas dudas, flaquearon mis
fuerzas, me invadió la inseguridad. ¿Cómo hacer que un texto publicado
en el inicio del siglo XVI fuera totalmente comprensible para el lector
de hoy, cuando la lengua, en aquel tiempo, aún no se había fijado y
faltaba todavía un largo siglo para que Cervantes la consagrara como
indiscutible lengua literaria? Por lo demás, en mis tiempos escolares,
nunca había conseguido llegar muy lejos en mis intentos de lectura de
tan afamada obra y, más tarde, cuando estudié literatura española, pasé
muy deprisa por ella, pues había otros textos que desde siempre me
habían interesado más y quise dedicarles el máximo de mi tiempo, una vez
que, al fin, me había decidido a estudiar lo que de verdad me
interesaba.
¿Por qué, entonces, había aceptado enseguida la propuesta? ¿Un mero
impulso de responsabilidad, reminiscencias de antiguas obediencias
obligatorias? En el fondo, lo sabía. Creo en las revelaciones y en el
azar. Esta era la oportunidad de entrar de una vez por todas en La Celestina. No podía dejarla pasar.
En cuanto me puse a trabajar, mis dudas y miedos se vieron mágica y
generosamente superados por una especie de entusiasmo febril que no
recordaba haber sentido nunca. Bien es verdad que no había vivido una
experiencia como aquella, reescribir lo escrito por otro autor. Lo que
yo estaba haciendo era traducir, aunque se tratara, en ambos casos, de
la misma lengua, el español del siglo XVI y el español moderno. Primero
había que entender, lo cual, muchas veces, significaba descifrar, y
luego encontrar la expresión más ajustada en el español que hablamos
hoy. Tenía algo de juego. Más parecido, me dije, a un sudoku
que a un crucigrama. Aunque mucho más libre y abierto que los dos y que
cualquier otro juego: el resultado no estaba fijado de antemano,
dependía enteramente de mí.
¿Tenía alguna idea de lo que buscaba, de lo que quería?, ¿había una
meta que me propusiera alcanzar? Sólo una, muy amplia: hacer de La Celestina
una lectura placentera, tanto para quien se acercara a la obra por vez
primera, como para el hipotético lector que en otras ocasiones hubiera
abandonado el texto, desanimado, porque entendía muy poco, y el esfuerzo
que debía realizar parecía excesivo, y, aun sospechando que se privaba
del disfrute de una obra clásica, se daba por vencido. No puede leerse
todo. Siempre queda algo pendiente. En realidad, me dije, ya con diez
folios escritos —como si en lugar de diez fueran cien—, vivo rodeada de
esa clase de lectores. Yo misma me identifico con ese lector. Leí en voz
alta mis diez folios, asombrada de entenderlo todo. ¿No lo había
escrito yo? Sí, pero no: ese texto era La Celestina.
Antes de sentarme delante del ordenador, había leído en las
introducciones de algunas adaptaciones teatrales de la obra que, en
general, podía decirse que las opciones eran dos: o se traía La Celestina al presente o se llevaba al lector al tiempo de La Celestina.
¿Qué era lo que estaba haciendo yo? Ninguna de las dos cosas, puede que
las dos, no lo sé. Yo, simplemente, leía y traducía. Pero a la vez,
estaba sucediendo algo importantísimo: asistía a la formación de una
lengua que aspiraba a expresar una enorme complejidad de emociones. La
lengua estaba haciéndose. Ha sido fascinante palpar ese momento. Aún no
se había escrito el Quijote. En La Celestina la lengua
es un torrente casi salvaje, lleno de fuerza y de luz y extremadamente
ambicioso que busca precisión, matices, juego, belleza, claridad,
complejidad, expresividad, comunicación, arte.
En la empresa de hacer comprensible el texto he dejado fuera algunas
—pocas— frases, y he modificado muchas otras. Casi todas. Por supuesto,
las más largas. Pero incluso las cortas me pedían ser adaptadas a un
lenguaje más actual. He evitado, en todo caso, caer en un exceso de
modernidad. No se trataba de escribir LC como se habla hoy. Sin duda, el argumento de LC está unido a su lenguaje, que corresponde al siglo XVI.
Hay algunas frases que han quedado intactas. Eso me ha producido una
gran satisfacción. El aroma de la obra permanece en ellas. Me
entusiasman esas frases, son como esas piedras que sobresalen en medio
de la corriente de un río y que nos indican un posible aunque arriesgado
paso. Fue maravilloso irlas reconociendo. Me han sido
extraordinariamente útiles. Aún más que útiles, alentadoras, me han dado
ánimos. Ellas eran las encargadas de sostener el entramado de la
traducción. Habían permanecido intactas a través de los siglos.
Finalizada la tarea, me alegré de que no se me hubiera encomendado
expresamente que acortara la obra. He disfrutado, precisamente, en su
extensión, en su magnitud. Que los personajes hablen tanto y tan bien,
me maravilla. Me maravilla cada uno de los parlamentos. Me gusta, me
entusiasma, me fascina como es, francamente irrepresentable. La he
disfrutado como novela, incluso como novela moderna, especialísima,
donde lo que cuenta es la intensidad de las emociones de todos y cada
uno de sus personajes. La pasión física, el deseo, la codicia, la
avaricia, el amor paterno, el amor filial, la amistad, las alianzas, las
traiciones, la crueldad, la muerte… Todo está ahí, vivido y sentido. Y
llega hasta nosotros. Esto es lo que he sentido y vivido yo mientras
volvía a escribir LC y me situaba —osadamente— junto a Fernando
de Rojas, lo escuchaba y luego decía sus palabras de otro modo. Me he
sentido una intérprete, una intermediaria a quien se le confiaba una
misión delicada e importantísima.
Sin duda porque la lengua se está haciendo mientras el autor escribe
la obra, he tenido la impresión de que unas veces fluye y otras se
detiene y atasca, pero siempre sale adelante. Siempre triunfa. He
seguido el ejemplo, he buscado el amparo de su caminar a tientas,
porque, si a tientas escribía el autor, aún más a tientas he escrito yo.
Queriendo mantener su aroma y su espíritu, buscando su sentido, he sido
osada, como en realidad lo son, osados, todos los escritores.
Al viejo e inacabable debate sobre si la obra es teatro o novela,
sólo podría añadir que en mi opinión su novedad radica en esa duda. Si
quien la lee es novelista —como es mi caso— la obra es,
fundamentalmente, novela. Y, por cierto, muy moderna, muy actual. No se
trata de una novela decimonónica, poblada de descripciones. Precisamente
por eso resulta tan moderna. Es el lector quien imagina, quien crea el
contexto, a partir de los poquísimos datos que se le ofrecen. ¿En qué
ciudad o villa se desarrollan los hechos?, ¿en qué estación del año? En
un tiempo cálido, que se presta a las citas amorosas al aire libre. No
es invierno. En el decimocuarto acto, dice Calisto: “Y vosotros, meses
invernales, que ahora estáis ocultos, cambiad vuestras noches oscuras
por estos días tan lentos”. No encontramos muchas más referencias al
clima ni a las estaciones. Sabemos que Celestina vive allá donde la
cuesta del río —se nos dice en varias ocasiones— y que la casa de
Melibea está cerca de la ribera, a donde Pleberio, su padre, la invita a
pasear en el vigésimo acto. Sabemos que el mar está próximo porque
Melibea, en su escena final, atisba los navíos que navegan por él. No
mucho más. Hay huertos y hay caminos, hay calles estrechas, casas
señoriales, tabernas, viejas casas de pueblo, curtidurías, un río y ese
vago mar. Se nos describen los oficios, se enumeran los bienes
materiales, se hacen alusiones al linaje, a las relaciones entre los
señores y sus siervos… Es cierto, aunque breves, hay muchas,
innumerables señales para los estudiosos. Pero está perfectamente claro
que la acción y los personajes son lo que cuenta, y lo que maravilla a
un novelista o a un lector de novelas de hoy.
Ciertamente, es mucho lo que dicen los personajes, pero es mucho,
también, lo que callan y lo que se calla el autor, Fernando de Rojas.
Este silencio es parte esencial del drama. Los estudiosos han comentado
extensamente el gran enigma: ¿Por qué el amor entre Calisto y Melibea es
un amor prohibido?, ¿qué impide que se casen y disfruten de él durante
toda su vida? Pero este es el punto de partida y queda definido desde el
primer acto de la comedia, desde la primera escena, desde el primer
parlamento de Melibea.
El amor entre Calisto y Melibea es ilícito. Para decirlo en otras
palabras: es un amor imposible. ¿Es el concepto de amor imposible fácil
de entender para un lector de hoy? Evidentemente, aunque las cosas hayan
cambiado mucho, aún existen los amores imposibles. Pero lo fundamental
es que el lector sabe que la obra que tiene en las manos fue publicada
en la España del siglo XVI, cuya sociedad refleja. Aunque haya muchos
silencios en la obra, hay, también, las suficientes señales como para
que el lector comprenda que se trataba de una sociedad llena de
prejuicios, estamentos, categorías, no sólo sociales, sino religiosas.
En aquella sociedad, convivían judíos, moros y cristianos y en todos los
grupos se daban muchos matices y todos se regían por sus propias
categorías. El lector sabe que en esa sociedad —como, sin duda, en otras
que no conoce de primera mano, pero de las que oye hablar en los
noticieros— podían darse los amores imposibles.
La visión del mundo que subyace en la obra es pesimista,
terriblemente fatalista, y no cuenta con el consuelo de la religión.
Melibea se da muerte a sí misma y Pleberio, al llorarla, no la acusa de
desobedecer ningún mandato divino. Más bien alega, para justificar su
dolor, razones muy humanas. El lamento de Pleberio nace del dolor del
padre, no corresponde en absoluto a un guardián del orden social ni
mucho menos religioso.
¿Qué consuelo puede proporcionar una obra que finaliza con esta
pregunta, puesta en boca de Pleberio, padre de Melibea: “¿Por qué me
dejaste triste y solo en este valle de lágrimas?”. No es un reproche a
Melibea, sino al mundo, que está poblado de dolor, de malos amores, de
crueldad, de continuas y terribles mudanzas, vaivenes, y caídas desde lo
más alto, de una angustiosa y permanente fugacidad, de la constante
amenaza de la muerte.
Creo que al lector actual le parecerá que La Celestina está
mucho más cerca de una novela moderna que de una obra de teatro del
siglo XVI. Así, al menos, me lo ha parecido a mí. Si alguien, después de
leer el texto que le ofrezco ahora, desea ir al original, será mi mejor
recompensa.