"Ser joven y moderno consiste en parlotear hasta deshincharte"
El Confidencial, 3/11/2012
Tiene veintipocos años, lleva barba, su aspecto es trendy y está
tuiteando. Estamos en mitad de la actuación, ha sacado el móvil y se ha
puesto a escribir. Puede estar tuiteando cualquier cosa, aunque lo más
previsible es que sea algo así como “Viendo a X. Conciertazo”, ese tipo
de frases que apenas sirven para dejar constancia de dónde se está.
Quizá sea una estupidez, pero es una estupidez muy popular, parecida a
la de esos turistas que no cesan de hacer fotos en lugar de vivir lo que
tienen enfrente. Los jóvenes (y muchos adultos de hoy) no es que
prefieran la representación a la realidad, es que nada parece haber
ocurrido si no lo han contado antes. Hay quienes necesitan dejar
cada mañana comentarios en un foro o subir compulsivamente las fotos de
la noche anterior para sentirse vivos, y otros que ceden continuamente a
la tentación de explicar a los demás lo que están haciendo. Si yo fuera
uno de ellos, estaría colgando en la red algo parecido a "Eh, estoy
escribiendo este artículo. Y es guay".
Para la escritora Meredith Haaf, autora de Dejad de lloriquear. Sobre una generación y sus problemas superfluos (Ed. Alpha Decay) esa hipercomunicatividad es una de las características más importantes de su generación,
que ve la red como una estructura social que sólo puede conformarse
mediante la comunicación constante y la extroversión. En muchos casos,
asegura en el libro, “ser joven y moderno, técnicamente, sólo consiste
en una constante cháchara estúpida en todas las direcciones posibles y
con un único lema, Parlotea hasta deshincharte”.
Esa
continua exposición pública de los asuntos más banales (estilo “hola,
hoy me he levantado contento y he desayunado un cruasán”) no carece de
finalidad. Como señala el psicólogo Luis Muiño, una sociedad individualista exige formas de distinción y visibilidad que nos diferencien de un modo claro. Si queremos tener entidad propia no podemos ser como los demás, y por eso todo lo relacionado con la reputación adquiere enorme importancia.
Quien no resulta visible parece no existir, por lo que “la imagen que
ofreces a los demás resulta esencial. Tus logros se producen, más que
para satisfacción propia, para que los demás los vean, como aquel joven que ligó con una chica famosa y salió corriendo a contárselo a los amigos”.
Hay que optimizar la reputación y el efecto multiplicador de las redes
ayuda a ello, aun cuando pueda funcionar también en sentido contrario.
Por eso, “cuando un éxito se convierte en un fracaso hay que retirarlo
inmediatamente de las redes. Cuando esa pareja con la que te hiciste
tantas fotos te deja o se marcha con tu mejor amigo, tiene que
desaparecer rápidamente de la red, por lo que se hace todo lo posible
para eliminar las imágenes en las que se os veía juntos”. Se borra el
pasado, se borra el fracaso.
Esa manera exhibicionista de utilizar las redes para promover una imagen
de sí mismo no es, desde luego, asunto exclusivo de las jóvenes
generaciones. Las adultas también lo hacen, aunque sus formas de representarse son sustancialmente distintas.
Prefieren mostrarse en lugares exóticos (“He viajado, conozco sitios,
soy alguien con experiencias interesantes”), en acontecimientos
especiales (“Aquí estoy yo con el Rey”) o simplemente fotografiándose al
lado de posesiones al alcance de una minoría (las imágenes con el coche
de alta gama o en el mar con el barco son las preferidas). Los jóvenes
no hacen eso y no solamente por falta de dinero. Sus formas de hacerse
visibles tienen mucho más que ver con una elección estética más moderna.
Como afirma Haaf, imágenes de fiestas, comida atractiva y de
botellas vacías transmiten al espectador la idea de que está frente a
una persona amante del placer, un punto decadente y muy cool.
Como asegura Muiño, “hoy nadie cuelga una foto de sí mismo currando a
las siete de la tarde y diciendo qué eficiente soy y qué bien trabajo.
En esta sociedad individualista, no vale con que seas buena gente, sino
que tienes que hacer cosas que se salgan un poco de la norma. Si
presumes de algo de lo que todos los demás pueden también presumir,
entonces no eres nadie. En este contexto, el mejor factor diferencial lo
procuran esas cosas que se supone que no se deben hacer pero que a los
demás les darían cierta envidia”. La transgresión (“pero sólo un poco”)
es hoy la clave para ser alguien cool.
Sin embargo, ese mundo en el que todos tratan de mejorar su reputación
exponiendo su cotidianeidad lo máximo posible no tiene que ver
simplemente con la actitud en exceso infantil que las generaciones
mayores achacan a los jóvenes contemporáneos. Como subraya Haaf,
hablamos de una parte de la población que tiene en gran valor las
relaciones sociales, especialmente aquellas que le proporcionan el calor
que el mundo les niega. En un entorno competitivo, en el que los
lugares de encuentro público tienden a ser espacios instrumentales
dedicados a buscar contactos profesionales, los jóvenes optan por recuperar en la red algo de la sociabilidad perdida.
En una sociedad compleja y competitiva, en la que las ideas carecen de
ese aspecto cohesivo que les fue propio en el siglo XX, los jóvenes han
vuelto la mirada hacia las relaciones afectivas (con familia o amigos)
como algo a preservar a toda costa.
Esa expresividad exagerada, pues, no es sólo un mecanismo distintivo, sino que posee lecturas muy diversas. Para el filósofo Javier Gomá, autor de Ejemplaridad pública,
esta función atribuida a la hipercomunicación está directamente
relacionada con un cambio de modelo según el cual la cultura pasó de
responder a la pretensión didáctica promulgada por Horacio (“enseñar deleitando”) a la necesidad imperiosa de expresar la propia subjetividad del romanticismo. La finalidad no es enseñar, sino simplemente decir cosas que puedan interesar a otros. Y
esta inversión de la perspectiva, que tiene notorios inconvenientes,
permite también que en las redes se pongan en juego mucho ingenio y
mucho sentido del humor. Cierto que hay quien utiliza internet como
vertedero de la frustración y como forma de canalizar el resentimiento,
pero también propugna nuevas formas de transmitir información que nos
son tremendamente útiles”.
El problema en que nos sumerge esta epidemia de banalidad no es nuevo, afirma el sociólogo Salvador Cardús,
por lo que “no podemos enfocar el asunto como si viniéramos de
sociedades maduras a las que las generaciones más jóvenes pretenden
subvertir con prácticas estúpidas; hablamos de un tipo de información
compartida que siempre ha estado muy presente en nuestras sociedades”.
Pero ello no es obstáculo para advertir de algunos peligros a los que
lleva este deseo continuo de intimidad. Cardús recurre a las teorías del
sociólogo Richard Sennett para señalar cómo en esa búsqueda de la calidez directa, se
apostó en las últimas décadas por romper las normas tradicionales de la
distancia entre conocidos y por elogiar la espontaneidad, la sinceridad
y la autenticidad por encima de todo. “Pero eso no nos ha llevado a
una sociedad de más calidad sino, al contrario, la ha hecho mucho más
tiránica. Ahora te encuentras con alguien en el autobús y te acaba
contando su vida sexual”. A esta tendencia, señala Cardús, “le añades
internet, Twitter y Facebook y tienes una bomba en marcha”.
El otro gran problema lo pone de manifiesto Santiago Auserón, exlíder de Radio Futura, ahora conocido como Juan Perro,
cuando explica cómo escuchan música hoy las generaciones más jóvenes.
“Ellos mismos no tienen la percepción de que estén participando en el
mundo que les congrega. Muchos frecuentan determinados tipos de
discotecas, donde acuden a oír esa leña electrónica que les hace bailar.
Pero, en general, no practican un criterio selectivo que les permita
distinguir entre morralla electrónica y temas buenos”. Bailan, se
divierten, pero no prestan atención a lo que escuchan.
Hoy en día te encuentras con alguien en el autobús y te acaba contando su vida sexualQuizá porque, asegura Haaf, estamos
ante una generación pragmática, que posee altas expectativas y que se
ha acostumbrado a valorar las cosas por su utilidad. En realidad,
dice, el pragmatismo no es más que un eufemismo para señalar la falta de
solidaridad, algo que entiende particularmente presente entre los
jóvenes alemanes. Los describe como personas que se adaptan, que son
flexibles, que han aprendido a utilizar los codos y que quieren llegar
alto. El problema es que no saben bien cómo alcanzar sus metas: quieren
tenerlo todo y a menudo no tienen nada.
Los
jóvenes de hoy están sometidos a procesos contradictorios. Suelen ser
hijos de una clase media que dejará de serlo, hallándose abocados al
desclasamiento. Tienen formación, saben idiomas, han viajado y, pese a
ello, van a vivir peor que sus padres. El contexto les empuja hacia el
triunfo, haciéndoles saber que el éxito está al alcance de la mano, pero
pocos de ellos conseguirán siquiera trabajar en aquello para lo que
estudiaron. Ese mundo pragmático en el que parecen sentirse
ideológicamente cómodos no parece, ein embargo, acogerles con los brazos
abiertos. Y ellos resuelven estas contradicciones de formas poco
apropiadas. A menudo creen tener todo el derecho para hacer cualquier cosa, no son capaces de entregarse por completo a casi nada, y se dedican, afirma Haaf, a quejarse casi siempre, a menudo de asuntos superfluos.
Los
jóvenes invaden el espacio público inundándolo de palabras banales,
pero a la hora de la verdad no están presentes cuando hay que actuar El
problema de fondo es que esta generación llena de ambición y de dudas,
de aspiraciones elevadas y realidades pobres, necesita de una
participación social activa para poder conseguir siquiera una pequeña
parte de sus deseos. Sin embargo, asegura Haaf, han elegido decir las
cosas equivocadas, apartándose de aquello que les podría ayudar, como
es una activación política mucho más frecuente. Esos procesos de
doble dirección tan habituales en nuestro tiempo también se dan en ese
terreno, de modo que los pocos jóvenes que participan en política, lo
hacen de una manera muy intensa, mientras que el resto prefiere
retirarse de ella quizá, como señala Muiño, porque “no le procura
ninguna ventaja reputacional, y menos aún de otro tipo”. De modo que al
final, llegamos alcanzado otra situación chocante: los jóvenes invaden
el espacio público, inundándolo de palabras banales, pero a la hora de
la verdad, cuando hay que actuar no están presentes. Y esa, señala Haaf,
quizá sea la mayor paradoja, que se habla mucho para no hacer nada.